El mundo que tú y yo conocemos puede ser un lugar que
nos provoque dolor. Que nos cause miedo. Que nos invite a no salir de nuestro
refugio. Nuestro camino puede estar lleno de espinos, pero a la vez es el sitio
donde nos encontramos y nos curamos las heridas con vino y aceite. Es en este
mundo de flores y de serpientes donde comenzamos a experimentar el consuelo
tras regresar a casa.
El mundo que tú y yo conocemos puede ser un lugar
donde la alegría espere agazapada en un rincón a que uno de nosotros le diga: aquí
estoy, toma mi mano. Así que no es necesario ir de víctimas por la vida.
Hay que dejarse sorprender por las pequeñas señales de benignidad que hay a
nuestro alrededor y de la que el Sr. Dios es el único responsable.
El mundo que tú y yo conocemos tiene imperios y tiene
flores sencillas. Al Sr. Dios los imperios les aburren y sin embargo se sigue
sorprendiendo con el Leontopodium alpinum. Algunos de nosotros anhelamos que las
guerras se acaben, que los días grises cesen, que las enfermedades sean
exterminadas, y es que nosotros somos optimistas. Pero en el mundo que
habitamos el optimismo no nos protege de las circunstancias adversas. Ellas
vienen y van. Como las golondrinas.
En el mundo que tú y yo respiramos, la maldad parece
inundarlo todo. Así que no nos extrañemos si en él subsiste el sufrimiento.
Pero no nos dejemos guiar por las apariencias. El mal no tendrá la última
palabra, será derrotado. Y tú me preguntarás, ¿de dónde viene mi certeza? Y yo
tendré que responderte: mi certeza viene de Jesús. Y no es que Jesús sea
un optimista irredento. No. Jesús tiene esperanza.
Por eso antes de marcharse le pide al Sr. Dios que
esté con nosotros. Que se quede con nosotros todos los días. Todos.
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