Hablando sobre el pan con miel.

A medida que cumplo años dedico más tiempo a recordar eventos del pasado y a imprimirlos en mi presente. Creo que lo hago con la intención de que me sobrevivan. Creo que lo hago para que alguien más se beneficie de ellos. Algo así me ocurre con la Fiesta del Ágape.

La primera vez que participé en la Fiesta del Ágape vivía en aquella isla y el cabello me llegaba a los hombros. Eran días arduos y de una escasez muy democrática. Un domingo sin previo aviso una de las diaconizas de la iglesia paso delante con una bandeja abarrotada de pan con miel, y nos invitó a ofrecerle a alguien a quien amáramos o a quien queríamos pedir perdón; pero con una condición: no podíamos abrir los labios. El juego era ofrecer en silencio. Dar sin palabras. Sorprender y ser sorprendido.

Con los años he aprendido a jugar. Creo que estoy en el nivel nueve. O sea, casi un master. Eso de dar pan con miel, a una persona a la que te urge decirle que es muy importante para ti o que estás arrepentido de haberle causado una herida, acaba por darte mucha claridad entre las dos oscuridades que vivimos: el nacimiento y la muerte. Es como poner colores y B.S.O a una película del cine silente.

El próximo domingo volveré a poner pan con miel en medio de la capilla. Con los años, son más los que dan el paso de ofrecerlo sin esperar nada a cambio. Y es que hay gestos que nos invitan a ser valientes y atrevidos aunque estemos en medio de una celebración reformada. Así que me temo que esta vez la mayoría regresará a casa con un sabor dulzón entre los labios y un corazón más hinchado.

Pero la Fiesta del Ágape tiene truco. No es teología sistemática, sino práctica. Lo mejor no es el pan con miel que se oferta, sino lo que no decimos. Lo que nos callamos y que el otro trata de descifrar en nuestros ojos. Pero ya se los dije: La Fiesta del Ágape es un juego. El juego es ofrecer en silencio. Dar sin palabras. Sorprender y ser sorprendido.

Comentarios