Hablando sobre algunas profesiones

Hay profesiones agradecidas. Otras no lo son. Ser pastor de dinosaurios es una de las segundas. Mueres primero que el rebaño. Por más que te empeñas en llevarlos a prados verdes ellos insisten en seguir las rutas de siempre. Por más que los empujas a fuentes de aguas claras ellos optan por pasar sed porque le temen a los caminos. Por más que haces uso de la vara y del cayado ellos se resisten y hasta te lanzan alguna embestida.

Ser pastor de dinosaurios es lo más parecido a ser un sembrador de árboles. Nunca veras al bosque que plantaste. Nunca avizoras la nube de copas meciéndose al compás del viento. Nunca podrás decir: Este árbol que ahora me da sombra lo sembré yo.

Y no se trata de pesimismo, sino de un simple lamento.

Los pastores de dinosaurios tienen sus rutinas. Sus hábitos. Los sábados antes que el sol se ponga y comience a ser domingo: suben a lo alto de un pueyo[1]. Algunos comentaristas dicen que es para estar más cerca de Dios. Otros, más mundanos, hablan de que simplemente necesitan desconectar.

Pero si te llenas de coraje y le preguntas a un pastor de dinosaurio, directamente, te dirá que lo hace como señal de vida. Como un ejercicio para seguir respirando. Sube para mirar. Para mirar más allá del horizonte. Intentando ver lo que lo que será su rebaño. O lo que podría llegar a ser.

[1] Colina, en aragonés.

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