¿Dimé a quien dejás las cosas y te diré a donde irás?

Siempre que salgo de viaje. Aunque sea a comprar un helado a Parque Grande. Dejo una carta con mis últimas voluntades por si no puedo regresar. Y es que creo que hay que facilitarle la tarea a los que se quedan. A los que se enfrentaran con nuestras posesiones y recuerdos un día, con un nudo en la garganta.

La carta comienza definiendo que hacer con Teodorico I, más conocido por Teddy. A quien enviarlo y que marca de yogourt griego darle el día de su cumpleaños. Explico como acariciarle la cabeza cuando truena para que se apacigue. Y con que frecuencia lavarle la manta sobre la que duerme. Después paso a las cosas que no tienen alma. Voy nombrando los objetos que he ido atesorando en los últimos ocho años y quien los ha de poseer con sus nombres y apellidos, para evitar malos entendidos ni trifulcas. Al final, y sólo al final, hago una especie de acción de gracias por las personas que me hubiese gustado abrazar. Por las que me hubiera gustado decir: ¡Gracias por el fuego!

Con las cenizas no hay que hacerse lío. Pueden ser esparcidas con alegría en el riachuelo que baja de San Juan de la Peña. Con río llegaran al mar. Y en cuestión de meses llegaran a aquella isla.

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