Entre Calvino y el Espíritu Santo.

Nací en el seno de una familia calvinista. Nací en el campo. Y cuando naces en el campo y calvinista tu vida queda tatuada para toda la vida.

Puedes vestir con ropas de Caramelo, usar parfum de Gucci, saberte de memoria el plano del metro de Madrid, ir a las exposiciones de la Galeria Calvo i Mayayo, conocer la historia de la fuente de Saturno que hay en tu ciudad; pero eso no te hace urbanita, en lo más hondo de tu ser, donde nadie puede llegar, sigues siendo de campo.

Puedes aparentar ser un tipo políticamente correcto, enrolarte en el movimiento de vida slow, simpatizar con los nacionalismo no violentos, apoyar economicamente a las protectoras de animales y mostrarte receloso contra los que en nombre de la vida abogan contra el aborto, pero eso no te hace un heterodoxo, debajo de estas capas, bien abajo, sigues siendo un calvinista. Sigues siendo alguien que cree en la inhabilidad del hombre,en la elección, en la expiación limitada, en la gracia irresistible y en la perseverancia de los santos.

Pero como en cada familia hay una oveja negra. Y las cosas nunca son del todo negro ni del todo blanco, he hablar de mi abuelo paterno.

Era un presbiteriano pentecostal. Un bicho raro en su iglesia y en la familia. Era un campesino que usaba pajarita y sombrero de paja los domingos. Hablaba poco y miraba mucho. A él acudían los enfermos del pueblo a que les sanara de dolores en las artículaciones y empachos. El hacía una oración en una lengua que nunca entendí y los envíaba de vuelta a casa después de ofrecerles un vaso de agua.

El abuelo cantaba mientras trabajaba. Era alguien que contagiaba alegría. Murió diciendónos que se iba a la casa del Padre.

De él atesoro una Biblia con dos indicaciones escritas en la contraportada que me dejó como herencia: 1) Cada uno debe estar convencido de lo que cree. 2) Nada, que no sea la gracia de Dios, puede ocupar el lugar central del evangelio.

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