No se defiende a Dios matando a un hombre.

En Zaragoza hemos celebrado el Día de la Reforma sin mucho bombo ni platillo. Fué más bien una celebración comunitaria donde recordamos a algunos aragoneses que pagaron un precio por su fe. Pero yo necesité hacer un acto más intímo. Austero. Casi invisible. El Heraldo de Aragón no se dió por enterado. Y ya sabes lo que no sale en el Heraldo no existe.

El 31 de octubre bajé caminando hasta la Plaza de la Seo y junto las piedras del museo romano dejé algunos claveles. Pretendía recordar como si de un ejercicio se tratasé a mis hermanos de fe que sufrieron torturas y sufrimientos acusados de herejes.

Los autos de fe se celebraban casi siempre en La Seo, frente a la puerta o en Nuestra Señora del Portillo. No fueron muchos los condenados a muerte a diferencia de Sevilla. Pero el número no me importa. Eran personas.

Los autos de fe del Tribunal de la Santa Inquisición en Zaragoza, como todos, eran una exteriorización ceremoniosa de la creencia colectiva, una reafirmación pública de la fe y una declaración oficial de culpabilidad.

Con los años, los herederos de Calvino en la ciudad, hemos aprendido que no se defiende a Dios matando a un hombre. Y es que matar a un hombre es matar a un hombre.

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