El fillo del Rey a veces se siente solo.(I)

Me llamo Gil y nací en aquella isla. Soy el fillo del Rey y a veces me siento solo.

Para llegar a donde está el Rey hay que atravesar todo el jardín, ahora seco por la canícula; pero lleno de arbustos acotraizados salpicados por rosales de un rosado flamencal y magnolios pompudos. Entre ellos hay tres fuentes sin peces. Y por último una escalinata de un blanco concha de mar. Uno, dos, tres y así hasta llegar al escalón ciento doce. Arriba, arriba, los pinares.

Con el gaznate seco me presento delante de Alfonso I. Está de pie. Lo alto del pueyo le permite ver todo el noroeste de la ciudad sin apenas pestañear. Alfonso ha envejecido. Ya no es el guerrero que tomó por asalto a Tauste y a Ejea. Parece como si acabase de llegar de guerrear de Tamarite de Litera con la cota puesta sobre la cabeza. Está reposando sobre la espada. El cinturon ancho y labrado le cuelga con elegancia. Parece de piedra.

De todos los reyes que he visto en los últimos tiempos Alfonso I me resulta el más cálido. Y no me preguntes el por qué, porque no lo sé. Pero es así de sencillo y brutal. A penas me mira cuando le hablo. Sólo mira hacia por donde entra el río a la ciudad.

Como cada lunes, pues los lunes me tomo el día para hacer lo que me da la gana, acudo a hablar con al Rey. Aunque en realidad soy yo el que más habla siempre. Los lunes el club está cerrado. A Alfonso I le gusta las gentes que tiene cosas que contar y yo preciso de alguien que me escuche, aunque no me mire a mí, sino al río. A veces la major manera de ahogar la añoranza es hablar y hablar hasta que te quedas sin palabras. Creo que por eso la gente que se ama se entra a besos y a abrazos; porque se quedan sin palabras.

-Alfonso, corre algo de fresco hoy, ¿no?- le digo mientrás me siento en el banco más cercano
-Algo, fillo, algo- me responde en tono de queja.
-¿De que quiere hablar hoy Ud?- le comento como el que no quiere las cosas pero sabiendo de su curiosidad por lo no común.
-¿Cuál fué el "había una vez" de tu vida fillo?-me responde en tono de pregunta.
-Vale, le contaré desde el comienzo. Ud. escuche. Mi historia comienza fuera de Zaragoza. Más allá de las antiguas fronteras del Reino. La primera vez que ví a Zaragoza, la ví desde lejos. Era como una visión. De esas que se tienen en medio de la noche mientrás canta una lechuza sobre una ceiba. Yo venía del sur, era julio, uno de los últimos días de julio y delante de mí apareció de pronto el valle del Ebro sin previo aviso. El sol rajaba las piedras. Y allá abajo estaba la ciudad cubierta de una densa niebla y con algunas torres de un ocre enfermizo tratando de tocar las nubes. A mi me gustan las ciudades que se adormecen a la orilla de un río. Zaragoza me gusto. No tenía mar, pero tenía un río.

Pretendí entrar a la ciudad por el este, como habían hecho los franceses, pero ya Ud. sabe que no siempre podemos hacer todo lo que nos gusta. Yo buscaba una ciudad para vivir y allí había una. Yo buscaba un lugar para decir mío, un lugar donde poner una hamaca debajo de un árbol de mango, un lugar donde pudiera mojarme los pies después de una larga caminata. Y aquella ciudad escondida por la niebla podría ser la dueña del lugar.

-¿Por qué Zaragoza, fillo? ¿Acas no habían otras ciudades con litoral más atractivas?- me interrumpe Alfonso I.
-Ni idea Alfonso. Quizás, la culpa de que haya llegado a Zaragoza la tenga la papera. A los catorce años Dios me envió la papera como antes había enviado las siete plagas a los egipcios. Y en aquella isla donde nací, el día de Sal Gil, cuando los varones sufren papera se díce que deben estar encamados una semana para que la inflamación no se les baje a los huevos. Y como no quería tener los huevos colgantes de un toro me dispuse a guardar leito durante siete días.

Continuará....

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