El camino, la bruja y el príncipe.

Había una vez un camino, una bruja y un príncipe.
El camino era como la mayoría de los caminos. Ancho y venturoso. Con piedras que se meten en los zapatos y con olores que van de aquí para allá. El camino unía el bosque con el castillo.
De la bruja se sabía bien poco. Al menos tenemos la certeza de que tenía la sangre violeta. Y que por amor era capaz de ofrecer hasta la última gota. Ah, y que vivía en el bosque.
Del príncipe tenemos más información. Es de los que lleva medias de seda y casaca ribeteada en oro. En la cintura una espada con incrustaciones de rubíes en la empuñadura. Y sobre los hombros una capa negra como la noche en el Kalahari.
El camino sabia de la existencia de la bruja y del príncipe. Y es que los caminos acaban sabiéndolo todo de todos. El camino sabe por ejemplo que a veces existen los peligros, los miedos, las trampas ocultas bajo los ramajes, los dardos, si, los dardos envenenados. Y que si a algo tememos es a enamorarnos y que nos rompan el corazón. Y que si algo nos desarma ese algo es la inocencia. La inocencia es poderosa; pero nada dura tan poco como ella.
La bruja hacia el camino cada día hasta el castillo porque estaba enamorada. Con la garganta seca. Con los labios cuarteados su voz era como un alarido. Te amo príncipe, le decía. Quien no ha tenido sed nunca sabrá lo que se siente cuando no eres correspondido en el amor.
El príncipe ordenó cerrar las puertas, izar el puente levadizo y no dejar entrar a la bruja. Le gritó desde la muralla que le obedeciera y no le amara. Que no pensara más en él. ¿Pero quién puede detener los pensamientos? Cada noche después de cenar, el príncipe, se iba a dormir con unos perros oscuros tumbados ante su puerta. El desamor no se parece a nada ni a nadie. Es algo negro y fiel que se echa a dormir a nuestros pies y acabamos acostumbrándonos a ello.
El camino no sintió lástima. Ha visto morir a muchas flores.
La bruja acampó frente a la ventana del príncipe. Él era su paisaje. Entonces ocurrió lo inesperado. Los heraldos anunciaron con trompetas el gran baile en el castillo. El príncipe elegiría esposa. Todas las doncellas del reino estaban invitadas. ¿Todas? Todas no. Las brujas no estaban invitadas. Gritaron los heraldos y sus voces se clavaron como arpones en las carnes de la bruja. Un animal oscuro empezó a romperle el corazón y tomarla por asalto. Para que el amor se convierta en odio a veces sólo basta con que un heraldo anuncie un baile.
El príncipe bailó con las más hermosas. Con las que se cubrían los hombros con encajes y suspiraban mientras el baile transcurría bajo las lámparas hasta que apareció ella. La de los zapatos de cristal.
El camino supo entonces que algo grande ocurriría. La luna brillaba más que nunca. La brisa se detuvo. El junco que crece junto al río se doblo sin quejarse.
La bruja preparó el conjuro entre los árboles. Mezcló el dulce sabor de las naranjas con el amargor de las almendras. Se miro en el espejo de la charca sin preguntar: ¿Quién era la más bella entre las bellas? Una cosa es ser bruja y otra ser narcisista. Se reconoció indefensa. Naufragando. Oscura y sola. Sin saber como encontrarse. Pero sin miedo. Debía temer, pero no temía. Si él no era de ella no sería de nadie.
El príncipe eligió a la chica con los zapatos de cristal para bailar el resto de la noche; pero ella salió corriendo cuando el reloj dio las doce campanadas.
El camino vio pasar la carroza. Vio los caballos. Vio la carroza convertirse en calabaza. Vio los caballos convertirse en ratones. El camino intento decir algo pero su voz fue como el trueno o más bien, como la ola que destroza el arrecife. Como una ola.
La bruja colocó la manzana envenenada en su bolsillo. Y camino hacia el castillo.
El príncipe no pudo dormir en toda la noche. Pensó que se estaba volviendo loco porque veía dragones cada vez que cerraba los ojos o setos con espinos que cubrían las paredes. Tenía hambre.
El camino intentó hacerse invisible. Hacerse prado. Irse de viaje. Pero somos lo que somos. No podemos escapar a nuestro destino.
La bruja coloco la manzana sobre la mesa junto a las peras y las moras. Y se escondió detrás de unas cortinas. Espero y espero. Pero al final cayó rendida. Hacer encantamientos agota.
El príncipe nunca había visto una manzana tan apetitosa. El olor lo inundaba todo. Era como si alguien hubiese colocado flores de manzana en un jarrón en la estancia y el perfume lo abordara todo. Mordió la manzana con rabia. Y cayó al suelo entre espasmos.
El camino es como la mayoría de los caminos. Ancho y venturoso. Con piedras que se meten en los zapatos y con olores que van de aquí para allá. Caminar es un duro oficio.
La bruja despertó entre los gritos de la cocinera.
El príncipe estaba muerto. Engarrotado y blanco. Con la manzana aun escondida entre los dedos.
De los caminos sabemos muchas cosas. Sabemos, por ejemplo, donde comienzan, pero no donde se acaban.
La bruja se arrodilló a su lado y le beso. Le dijo: Despierta querido. He sido yo. Sólo yo. Yo quien todo lo hizo por amor. ¿Ahora dime si puedes condenarme?
El príncipe no le respondió.

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