El mosto me hace sentirme esperanzado y valiente.

El domingo pasado bebí mosto. Bebí después que toda la iglesia había bebido de la misma copa. Lo hicimos para recordar el sacrificio de Jesús. O al menos eso es lo que dice la institución de la Santa Cena. Beber de la copa es afirmar: elijo este tipo de vida para mí.

Beber agua es fácil. Beber mosto es ya más complicado y más si lo haces rodeado de tu familia espiritual. Y es que hay días que no nos aceptamos como somos. Días en que hubierámos preferido otra vida. Pero la realidad es que no pude elegir la isla donde nací, ni la familia que estaba a mí alrededor cuando abrí los ojos por primera vez, ni el color de mi piel, ni mi sexo. Hay días que quisiera estar en otro cuerpo. En otro tiempo. O tener otra manera de pensar. Pero hay cosas que Dios nunca nos concederá.
Y no porque sea tacaño, sino porque nos ve desde arriba. Y desde arriba las cosas tienen otra perspectiva.

Cuando dejamos que los días nos aquieten y nos adaptamos a nuestras torpezas. Cuando aprendemos a mirar con compasión nuestras risas y nuestras lágrimas. Cuando nos damos cuenta que somos los amados por Dios, entonces, y sólo entonces podemos dejar atrás las quejas y acercarnos la copa de mosto a nuestros labios.

El domingo pasado bebí mosto. Es la manera que tengo de vivir mi vida con esperanza. Con valentía.

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