Los regresos duelen.

Faltan veinte y dos días para regresarme a Placetas. Placetas es el pueblo donde nací. Está situado en el centro de la isla. De aquella isla. Después de nueve horas de avión puedes reencontrarte con parte de tu vida por sólo ochocientos euros. Es un lujo. Pero lo único que sé de antemano es que los regresos duelen.
Podría hacer las maletas y regresarme a Stockholm mañana mismo, pero es diferente. Stockholm está en Europa. Sería como cambiar de barrio. Como empezar a comer otra comida. Pero cruzar el Atlántico y regresar a Placetas es como hacer un viaje hacia la vida que dejé atrás. Es volver al pasado. Y la mayoría de las veces nuestro pasado requiere ser curado y perdonado.
Cuando regresamos al pueblo que nos vió crecer corremos varios riesgos. Pero el que más te marca la piel y los sentidos es ver. Y fijáte que digo VER y no mirar. Vuelvo a Placetas para ver la vida que dejé. Vuelvo para ver un parque plagado de laureles y de recuerdos. Y es que durante años me creí que el centro del mundo era el parque de mi pueblo. Vuelvo para ver las casas de los amigos que ya no están. Pero es que necesito no olvidarme donde comenzarón ciertas amistades. Vuelvo para ver las calles, más anchas del mundo, por donde aprendí a caminar.
Volvemos al pueblo donde nacimos para hacernos a la idea de que hemos crecido, de que el tiempo ha pasado, de que el amor se pone viejo. Volvemos para ver a la gente que queremos antes que muera definitivamente. Volvemos para que nos quieran. Para que nos traten con ternura. Con misericordia.
Faltan veinte y dos días para andar otra vez por Placetas y la única certeza que tengo es que los regresos duelen.

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