¿A quién oras tú?

No es lo mismo orar que rezar. Aunque la prensa y la televisión española lo utilicen como sinónimos no es lo mismo.

Entiendo por rezar el hecho de recitar de memoria frases u oraciones aprendidas con anterioridad. Por ejemplo el Padre nuestro. La oración sigue sin embargo otro derrotero. Para la oración no es necesario ejercicio alguno del intelecto. Se trata de una disposición interior y afectiva que busca solamente un encuentro, un diálogo, una intímidad.

Para orar no siempre requieres construir frases, ni poner en marcha la memoria. De hecho la mayoría de las veces, las palabras sobran, basta únicamente la voluntad: Le quiero y quiero estar con Él.

Pero antes de responder a la pregunta ¿A quién oras? hay que hacerse otra pregunta, de esas que te apuntan al corazón y abren fuego: ¿Quién eres tú que necesitas orar?

En dependencia de que puedas responder a la segunda pregunta podrás responder la primera. Y no se trata de un juego. Más se trata de buscar en los rincones de tu memoria, de tus estados de ánimo, de los sentimientos que atesoras, de las pasiones que ocultas, de los sueños, de las visiones que has tenido.

Cuando puedo decir sin tapujos quien soy yo que necesito orar, entonces estaré en condiciones de poder hablar de ese Dios a quien oro. Sólo cuando hablo desde mí, es que puedo hablar de Dios. Esta es una fórmula teológica que aprendí con los años.

Y es que no puedo orar sin saber quien soy. No puedo orar sin antes reconocerme, sin escuchar mi corazón. Un corazón que puede escucharse, presupone un corazón que puede escuchar a Dios. Ir con nuestras preguntas, con nuestra identidad, con nuestras posesiones a Dios es una acción de confianza.

Pero la confianza no nos asegura las respuestas de Dios. Su respuesta podrá ser si o puede ser no.

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