El iceberg y el Titanic: mi iglesia en apuros.

No te preocupes si el iceberg navega en los mares del norte y el Titanic aun está en el puerto.

¿Qué es lo que hace que mi iglesia, tal como la conozco, esté en apuros?

Desde que tengo uso de razón la iglesia ha estado siendo balanceada por ciclones internos y ciclones externos. Mi iglesia es hija de la Reforma protestante del s.XVI y eso la hace más dada ha abalanzarse sobre la teoría que sobre la práctica. Le gusta más la celebración griega que la judía. Es propiciadora de plantear bien los problemas y por eso se sumerge en proyectos, planes, fechas de cumplimientos, encuestas, estadísticas, etc; pero que un problema esté bien planteado no significa que esté medio resuelto. Y es que la vida real, la que ocurre fuera de mi capilla, no es así. Es más compleja y poliédrica.

Mi iglesia tiene serios escollos para asentarse en este mundo. Y esta es la médula del asunto, el problema filosófico número uno. Mi iglesia viene de eso que llaman los antropólogos la tradición oral. O sea, es un organismo que centra su hacer en la palabra promulgada. Pero en estos días la palabra esta solidificada. Se ha convertido en un iceberg. Un iceberg que golpea con furia toda objeción a la exégesis o a la tradición. Mi iglesia que nació del cuestionamiento ahora no se cuestiona nada. Y esto, lo diré con tacto, es un dolor.

Pero a la vez, mi iglesia se va arropando con las mismas vestiduras de la sociedad. La sociedad quiere más reglamentaciones, más estatutos, más leyes, más códigos. Mi iglesia patrocina la búsqueda de una identidad, hace regularizaciones sistemáticas, promulga reglamentos. Es como si la iglesia necesitara acorazarse. Ensamblarse en el mayor trasatlántico del mundo. Hacerse un Titanic para protegerse de las inclemencias del tiempo y de la cultura. Malos son los tiempos cuando la iglesia copia al mundo con el aislamiento. Y esto lo diré con diplomacia: es una ruina.

Preocúpate y dispara las luces de bengala cuando el iceberg y el Titanic están a tiro de piedra.

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