El mayor obstáculo de mi iglesia es el miedo.

No me preocupa si soy miembro de una iglesia que entre otras cosas bautiza críos. No me preocupa que el primer domingo de mes practiquemos la comunión abierta. No me preocupa si no hacemos una lectura literalista de los textos bíblicos. No me preocupa que no se le exija el diezmos a los que se congregan en nuestras celebraciones. Y no se trata de una des-preocupación nueva. No. No me preocupa hace años.

Me preocupa otra cosa menos teológica y menos material. Pero muy tangible. Me preocupa que mi iglesia no proclame que Jesús vino a nosotros para que abandonáramos el miedo que albergamos hacia Dios. Y es que si tenemos miedo no hay amor. Y del amor que hablo es ese cosa que incluye, de manera holística, la intimidad, la cercanía, la fragilidad, y un abismo de deseos de estar cerca de quien deseamos. Pero con miedo no hay ni intimidad, ni cercanía, ni fragilidad, ni ese abismo de deseos de estar cerca de quien amamos.

El mayor obstáculo de mi iglesia es el miedo. Con miedo la iglesia no puede orar. Con miedo la iglesia no puede reflexionar. Con miedo la iglesia no puede celebrar. Y es que el miedo impide el crecimiento. O sea la vida.

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