El cielo, desde Parque Grande.

Acostado en la glorieta modernista y acristalada del Kiosko de la Música miro al cielo. La luces de la ciudad dejan ver las estrellas. Ellas tilitan azules a lo lejos. No se apagan.
Hay días que me veo obligado a saltar por encima de mis emociones como si fueran un charco de agua en el camino. Hay días que la ira, los celos, y el sentimiento de rechazo han de quedar atrás para yo poder seguir el camino. Generalmente soy tentado a quedarme lamiéndome las heridas, a permanecer atollado con las emociones poco benignas, a tratarlas como si fueran un animal de compañía y formaran parte de mi entorno.
Hay roles que nos dan un valor añadido: el de ofendido, el de olvidado, el de abandonado. Pero estos papeles son equívocos. Errados. Podemos estar apegados a ellos y decir que nosotros somos eso. Que nuestra identidad tiene que ver con las ofensas que hemos recibido, con los olvidos a los que nos sometieron, con el abandono que sufrimos. Pero no, nosotros somos más que eso.
Alguien me ha recomendado examinar mis sentimientos más oscuros y tratar de conocer su origen, pero que no me quede en esa etapa. Que salte a la siguiente. La de tener la certeza de que soy amado.
Pero hay certezas que llegan solo acostado y mirando al cielo.

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