Hay que renunciar a ciertas cosas sin melancolía.

Todos los tiempos, incluso los nuestros, tienen sus mitos y sus leyendas. Si para los romanos los mitos eran una especie de linterna que les ayudaba a recorrer el camino del desconocimiento a la sabiduría, los mitos de nuestros días son como un salón de espejos que nos proyectan las imágenes de nosotros mismos mientras nos hacemos las preguntas: ¿Cómo puedo ser feliz? ¿Por qué no me siento satisfecho conmigo mismo?
Forma parte de esa tribu del norte que ha intentado desterrar de nuestra existencia la confrontación, la frustración, y el dolor. Para nosotros la notoriedad es importante y la cuidamos. Velamos del lugar que ocupamos en la sociedad. Nos gustan las diversiones y todo gasto en seguridad siempre nos parece poco. Somos gentes ambiciosas. Y las contradicciones siempre tocan a las puertas de nuestros corazones. Por ejemplo no tenemos buena salud holística; pero tenemos muchos lujos. Renunciamos a las libertades individuales si con ello nos aseguran que tendremos paz. Buscamos la paz interior; pero somos indisciplinados y nos dejamos zarandear por las emociones. Cuando se vive un mito, como el de la posmodernidad, descubro que más que luz lo que encuentro en mi vida es aislamiento. Un aislamiento personal y social. Y esto me da angustias y remordimientos.
Alguien me ha pedido, hace algunos días atrás, que renuncie al mito sin melancolía. Que enfrente mis preguntas, que no me deje llevar por las circunstancias, que no siempre vaya a donde el corazón me lleve. Pero esto es un reto para mi. Un reto que demanda de la compasión, de la renuncia y del amor. Y estas son cosas a las que temo, como toda criatura del norte. Me da miedo ser compasivo y que no lo sean conmigo. Me da miedo renunciar cuando los demás no renuncian. Me da miedo amar y que no me amen.



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