Cuando la soledad duele.

Para decir adiós hace falta mucho coraje. Y es que la soledad duele.
Hay cosas que aprendí en el pre-escolar. Aprendí, por ejemplo, que era importante saber decir adiós y evitar a la vez el endurecimiento del almaCon los años me dediqué a despedir a todos mis amigos que abandonaron aquella isla, con un nudo en la garganta y algo líquido y salado recorriendo mi cara. 
Pero juro que eso no me hizo el hombre frío que desde lejos aparento.
También he podido decir adiós cuando alguien se ha marchado de mi lado dejándome el corazón roto y obligándome a respirar baja los aguas. He dicho adiós teniendo como única certeza la convicción de que la vida en pareja no tiene porque ser un infierno. Ni que el sufrimiento gratuito nos hace santos. 
Pero es en medio de esa soledad resultante, que aparece de pronto, sin previo aviso, que puedo valorar cuanto he amado sin que la pena me tome por asalto y deje de ser agradecido. 
Y es que el amor no se puede guardar como un tesoro entre las piedras. O lo das o se muere. Ofrecerme es la única  posibilidad que tengo entre mis manos para mantenerme con vida.  Y fíjense que digo ofrecerme y no menciono para nada el dar cosas.  Estoy vivo porque me he dado permiso para ofrecerme, aunque eso no me libra de decir: adiós.
Si, sin duda alguna, para decir adiós  hace falta mucho coraje. Y es que la soledad me duele.

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