¿Soy un predicador exultante y expositivo?

Esta es una pregunta que han de responder los que me escuchan cada domingo, no yo. Pero tengo algo que decir al respecto. Cuando subo al púlpito me siguen temblando las rodillas después de tantos años y navego en un mar de incertidumbres aunque he ensayado la homilía el día anterior mientrás caminaba por Parque Grande. Así que subo los dos escalones que me ubican por encima de la iglesia pidiéndole a Dios paciencia y misericordia.

Crecí creyendo que el pastor era el encargado de exponer la Biblia y para ello tenía que minimizar sus opiniones y declarar las de Dios sin pelos en la lengua. Creí que el pastor era el que ayudaba a comer a la congregación: primero la papilla y después las costilla de cordero. Creí que era el pastor el que ayudaba a  las ovejas a que sus huesos se pusieran duros. Creí que era el pastor el que debía curar los corazones rotos. Y no sólo lo creí, sino que lo sigo creyendo.

Hay días que no sé que esperan mis hermanos de mí. Y esto me hace asumir el rol del hombre orquesta. Pero dentro de mí algo me dice que el pastor no sólo ha de explicar la Biblia con toda esa jerigonza que aprendió en el Seminario, sino que ha de poner todo su empeño para que la Biblia se haga posible en la vida de su iglesia, se haga práctica en sus oyentes, que contagie la verdad de Dios como si de una gripe se tratase. Es el pastor el que debe incitar a que en la iglesia se ministren los unos a los otros y fijénse que digo "incitar" porque sería un error pretender que sea el pastor el único que ministre.

Una última cosa. Cuando subo al púlpito alguien pensará: el pastor hoy parece relajado y quizás nos dé una predicación práctica. Pues no. Si he de ser sincero tendré que confesar que nunca estoy relajado cuando subo los dos peldaños que me colocan por encima de mi iglesia y que nunca pretendo ser práctico. Si ha algo aspiro es a ser útil.

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