¿Y a ti quién te hizo salir de la iglesia?

Una mujer a quien admiro me ha sugerido esta pregunta para una encuesta. Pero ella no sabe hasta que punto  esta sencilla pregunta, cuando me la hago a mí mismo, me hace mirar hacia atrás. Hacía la vida que tuve allá lejos y hace tiempo.
Pero como pretendo ser cabal puedo responderla aquí y ahora con el corazón en la mano. Mi respuesta es mía. Solo mía. De nadie más. En realidad nunca nadie me hizo salir de la iglesia. Y es que nadie puede si no le damos permiso antes hacernos salir. Cuando me fui, y es que un día salí de la iglesia con un nudo en la garganta y con algo húmedo y salado corriendo por las mejillas, fue por mi propia decisión. En un ejercicio de libre albedrío. Yo mismo me autoexcomulgué. Hice uso consciente del espacio que había entre el dedo de Dios y el de Adán en la Capilla Sixtina para demostrar mi enojo, mi fustración, mi orgullo herido, para echarle en cara a mis hermanos y hermanas que me habían herido mucho mucho y que no quería estar a su lado más. Me fui porque dejé de ver a Dios a mi alrededor y dentro de mí. Y cuando Dios no está nada tiene sentido. Ni la iglesia.
¿Qué quién me hizo salir de la iglesia? Pues yo mismo. Yo soy mi peor enemigo. No puedo echarle la culpa a nadie. A nadie puedo usar de chivo expiatorio. Ningún nombre puedo mencionar para nombrar el hecho de que me haya quedado fuera de la casa donde se celebra la fiesta y donde se ha matado el becerro más gordo.
Pero más importante que la pregunta del título es otra pregunta: ¿Cómo fue el regreso?

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