¿Somos una iglesia que práctica el diálogo?

Febrero me vuelve un hombre dialogante. Y le hecho la culpa al frio y la niebla. Pero descubro que el diálogo es un método con leyes propias y para que se dé un auténtico dálogo es necesario que se cumplan una serie de condiciones. El diálogo es todo lo contrario al monologo.

La primera condición es la libertad. O sea, mi iglesia requiere de libertad. Y esto significa que no se pueden imponer criterios por la fuerza, ni aún el diálogo ha de ser una imposición. Sólo cuando las mujeres y los hombres participan con libertad en él; el barco llamado iglesia podrá llegar a buen puerto.

La segunda condición tiene que ver con la manera en que nos sentamos, o sea está relacionado con el plano de la igualdad. Por ello el mejor símbolo del diálogo es una mesa redonda, como la del Rey Arturo. Es en ese tipo de mesa donde no caben puestos de honor ni presidencias.

La tercera condición tiene que ver con una actitud: la reciprocidad. Es la reciprocidad la que le dice a la iglesia, o a la comunidad, que todas las partes que participan del diálogo han de abrirse a ese movimiento de dar y recibir que a veces tan poco nos gusta. La reciprocidad es la base de la confianza y la aceptación.

Febrero me hace ver el diálogo desde una perspectiva poco prágmatica. No voy al diálogo a cambiar a nadie, eso solo lo hace un evangelio vivo. Voy al diálogo esperando que el otro me haga mejor, me enriquezca y yo le pueda aportar un poco de luz a sus oscuridades. No voy al diálogo a que me venzan o a salir vencedor. Una iglesia que pretenda salir vencedora en toda sus lides es que tiene vocación de fortaleza.
Y ya sabemos lo que la historia ha hecho de las fortalezas: museos o ruinas.

Si, Febrero me cambia por dentro. Y yo le hecho la culpa al frio y a la niebla.

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