Nada muere.

Cuando tenía siete años murió Moby Dick al saltar fuera del acuario. Moby Dick era un goldfish por el que lloré como si se tratara de un familiar cercano. Después murió Sandra, una amiga que amé y a la que nunca dije cuan especial era para mí;  pero que sobre su tumba abandoné una rosa y me fui llorando sin consuelo. Después fue el abuelo Julian, dejando el balancín del salón vació para siempre. Después fue la mujer que me enseñó a leer y que me daba baños de agua fría cuando tenía fiebre; esa que mi hermana y yo llamábamos  mamá. Si, es un hecho que la gente que he amado  muere. Y yo les seguiré. Un día. Pero no ahora.
Cuando muera sufriré el proceso inverso al nacimiento. Mi alma no me será introducida con con un soplo de aire, sino que me será extraída como si fuera una muela enferma o un diente que ha crecido fuera de lugar. Ya sé que venir a este mundo de cuatro estaciones no es fácil. De hecho no nos dan manual de instrucciones para andar por la vida. Pero irse tampoco será fácil. Aún tengo tantas cosas por hacer. Pero estoy aquietado. Al menos ahora lo estoy. Nacer no me dio miedo. Y si lo experimenté ya lo he olvidado. Así que no he de asustarme si un día voy a morir.
Pero tengo algunas sospechas. Son como conjeturas de certeza. En realidad no moriré. Pero no sólo yo. Tampoco morirán muchas otras personas que conozco. Y hasta desconocidos no morirán. Y no moriremos porque somos la luz de Dios. Y la luz no puede apagarse. Solo muere lo que no existe. Lo que no lucha. Lo que no tiene esperanza. Gracias a Dios disponemos de un futuro para resolver las cosas que hemos dejado inconclusa en esta tierra.
Nada muere. La primavera es una señal de ello. Lo que ha estado escondido o aparentemente muerto está brotando otra vez. Si, la muerte se nos ha dado para comprender de una vez por todas que es eso de la eternidad. Pero eso será un día. No ahora.

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