Estoy en el extranjero y rodeado de nativos.


A los diez años, en la escuela dominical, aprendí dos cosas. Lo primero fue que para ganar una batalla contra un gigante extranjero es necesario usar una honda y acertar a darle en la cabeza. Lo segundo era que a lo más alto, en la escala de la realización cristiana, que podía llegar era siendo misionero e irme a una tierra extraña inundada de salvajes y ser compasivo con ellos. Lo primero nunca lo pude comprobar. En referencia a lo segundo tengo algunos criterios nuevos.
Y mis criterios están vinculados con la compasión y con los extranjeros. No todos necesitamos irnos a una tierra extraña para ser compasivos. Hay muchas ocasiones cada día a nuestro alrededor donde podemos dar lo mejor de nosotros. El sufrimiento no entiende de geografía. No está lejos. Es lo más democrático del mundo. Pero hay que mantener los dos ojos abiertos para verlo. Es como intentar ver a Dios entre la niebla.
Cuando somos capaces de abrazar el dolor ajeno es porque el nuestro ha sido arrinconado junto con el egoísmo en algún rincón donde no llega el sol. La compasión necesita hacerse realidad para que sea infalible e inequívoca. Para que sea una verdad. Para que sea visible.
Por otro lado el temor a los extranjeros no es una exclusividad de nuestra cultura. En todos los tiempos se les ha definido como individuos peligrosos y amenazantes. Que existen para quitarnos lo que poseemos y para contaminarnos con sus costumbres. Por eso pocas personas abrirían las puertas de su casa a ellos. Pero hay historias antiguas que dicen lo contrario. Abraham abrió su puerta. No se mostró dispuesto a repetir algunas tradiciones, sino que abandona la comodidad y sale a recibirles. Echó a bajo los muros preventivos y hace sitio para los otros, ofreciendo lo mejor que tenía. Sólo cuando hace lo impensable y se muestra como un heterodoxo es que entra en la dimensión de la experiencia sobrenatural. Abraham rompe con el mito de excluir a los diferentes y vence sus miedos. Sólo entonces se encuentra con Dios.
Treinta años después que abandoné aquella isla me veo en el extranjero y rodeado de nativos. No ha sido fácil la transculturación, pero aquí estoy. Me han abierto sus corazones y corro cada día el riesgo de que me rompan el mío. Ahora soy tan vulnerable como cuando se tiene el cuerpo en carne viva. Pero los nativos me consuelan con su hospitalidad. Yo que vine a ser compasivo recibo compasión. Yo que vine a hacer visible al Dios invisible me encuentro con El. Yo que vine a sanar, estoy siendo curado de mis heridas.



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