Estoy corriendo un riesgo cada día.

A los dinosaurios les gusta ser acariciados. Así que de vez en cuando se pasean a mi lado y me ofrecen sus laterales acorazados o llenos de púas. Yo creo que existen muchas razones por las que nos gusta que nos acaricien, pero la más importante tiene que ver con el efecto de extender el dolor y la pena. Es como cuando tocas una gota de agua sobre una mesa; se extiende. Desaparece.
Lo mismo pasa cuando alguien nos acaricia y nos abraza: los dolores tienden a diluirse, a difuminarse, a hacerse indoloros. Y es que si una amiga tiene la pena es la soledad. Por eso es que las caricias vienen a ser una buena medicina. El mejor bálsamo para las heridas que produce en el alma un amor mal correspondido.
Yo vengo de una isla donde la gente se toca mientras se habla. Al principio no era consciente de  cuantas personas me hablaban con los labios y con las manos a la misma vez. Y no lo fui hasta que crucé el Atlántico. Hasta que lo eché en falta. Hasta que comencé a padecer de gripes y catarros en medio del verano. Hasta que me inicié en el extraño arte de construir trincheras y fortalezas a mi alrededor.
En estos últimos años he podido estar en disconformidad con los cristianos más fundamentalistas, con los liberales menos estéticos, con los jóvenes más intransigentes; pero cuando alguno de ellos me ha abrazado; todas las paredes y frontones de mis pensamientos se han venido a bajo. Nada es más poderoso que una mano compasiva. Nada.
Pero estoy corriendo un riesgo cada día cuando permito que una mano me acaricie: me pueden tocar el corazón.

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