Nunca pensé que me volvería a enamorar.

Hay cosas que nunca creí. Así que hoy, más que hablar de lo que creo, sacaré a la luz en lo que no creo.
Como presbiteriano de tercera generación nunca he creído en la necesidad del confesionario. Y es que generalmente cuando le he hecho daño a alguien he podido ir hasta donde está la persona y decir: Lo siento.Y me han perdonado o no. Pero no ha hecho falta repetir ningún Ave Maria ni rezar ningún Padrenuestro.
Nunca creí en la eficacia de un consejero espiritual. Eso es más bien algo de los católicos romanos o al menos eso me dijeron cuando fui pequeño. Pero no todo en lo que me educaron y creí me ha servido para vivir. De hecho, son más los días en que he estado desnudo frente a la vida o tratando de respirar bajo el agua que en los que he podido decir este es mi país, este es mi credo, este soy yo.
Pero a veces ocurren cambios. Pequeños o grandes. Lentos o violentos. Pero cambios a fin de cuentas. Mudanzas que nos ponen el mundo partas arriba. Variaciones que nos hacen tropezar y caer de bruces sobre la hierba y entonces recordamos que somos frágiles, que somos hechos del polvo, que un día volveremos a la tierra. Y que dejaremos de respirar. Con los años he aprendido que cuando cambia mi manera de respirar es que me estoy enamorando.
Así que como no hago uso del confesionario me plantó en la peluquería que tiene el Antonio en la calle San Juan de la Cruz y le digo cortarme el pelo, pero esa es una excusa muy barata. En realidad lo que le quiero decir es: escúchame. Así que como no tengo un consejero espiritual Antonio suple esa necesidad. Pero él no lo sabe. Él piensa que es un simple peluquero.
Tener a alguien que me escucha es como poseer un anillo con inscripciones élficas en su interior. Es como domesticar un lobo huargo. Es como recitar una oración junto al Árbol Madre de Pandora. Es como tener a Espartaco cuidándome las espaldas en la arena del circo. Es a fin de cuentas encontrar un territorio neutral donde sabes que nadie te arrojará una piedra por ser hereje. Así que cada mes acudo al peluquero. Cuando me siento perdido entre tantas prisas y tantas expectativas dejo que me pasen la máquina de cortar el pelo por la cabeza, una y otra vez, hasta que se me ve el cuero cabelludo. Y entonces me relajo. Y puedo respirar pausadamente. Y comienzo a confesarme.
Nunca creí que volvería a colocar una foto de una chica en mi mesa de trabajo. Nunca creí que me ilusionaría por una mujer con menos años que yo. Nunca creí que esa mujer sería de piel blanca y ojos verdosos. Nunca creí que esa mujer fuera caribeña. Nunca creí que una mujer me haría reír tanto las noches de los miércoles. Nunca creí que estaría escuchando boleros todo el día. Nunca creí que me volvería a enamorar.
Antonio me mira con misericordia y me dice: ¿Hablas de Sofia Vengara, verdad? Y yo sonrío como si aceptara una penitencia. Y es que el amor es lo único que me puede salvar.




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