Los regresos tienen un precio.

He regresado. Y esta es la única certeza que ahora albergo. Lo demás son presupuestos.
Cuando en la extinta Unión Soviética un cosmonauta retornaba a la Tierra se le ofrecían tres cosas a manera de presente: un ramo de flores silvestres, un puñado de sal y un pan horneado de manera casera. Era la manera de decirle a alguien que recién aterrizaba en la estepa kasajastana y que había estado lejos, muy lejos, que era bienvenido a casa. Que era esperado. Que era querido.
Después de tantos años de ir y venir, después de cruzar el Atlántico más veces que Colón, sigo siendo doblegado por el hecho de tornar a donde trascurre mi vida más peninsular. Quizás para algunas personas los regresos sean un alivio, o una manera de tener seguridad, para mi no lo son. Y es que no soy el mismo de antes. Los viajes me cambian. Me hacen perder el dinero. Me obligan a ver la vida desde otro palco. Me sitúan frente a la persona que fui y me empujan a seguir andando contra toda nostalgia.
Ayer alguien me dio la bienvenida a casa ofreciéndome un pan hecho por sus manos. Y me sentí un cosmonauta en medio de la estepa. Desorientado. Asustado. Sin saber que decir. Sin atinar a dar un abrazo o un beso.
Es lo que tienen los regresos. Tu cuerpo llega primero en avión. Pero el alma se queda atrás. Ella sigue viajando al modo antiguo: caminando sobre las aguas.

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