Esperando a que se disipe la niebla.

Mi soledad es mía. Como el cepillo de dientes. Y nadie puede decirme: te acompaño en el sentimiento. Gran parte de ella la he parido yo mismo. Yo la domestiqué. Asi que soy de ese grupo de personas que no le gusta depender de los demás. Soy eso que llaman un autonómo afectivo. Asi que voy por ahi y por allá demostrando que los hombres no lloramos y que lo puedo controlar casi todo. Y esto, de lejos, puede parecer atractivo, puede provocar simpatías, puede darme movilidad y, no dudo, que hasta me asegure algún premio en el presente o en el futuro.
Pero la soledad tiene otra cara. Como la luna. Generalmente oculta. Y de la cual nadie quiere hablar mucho. Y menos si eres pastor de dinosaurios. Y menos aún si has estudiado en un seminario teológico decente. Y requetemenos si te gusta tener autoridad en la cura de almas. Y mucho menos, por los siglos de los siglos, si aspiras a ser un hombre de éxitos.
Si, la soledad tiene bendiciones; pero también tiene maldiciones. Es como Israel, que tiene el monte de Gerizim y el monte Ebal. Y los síntomas del aislamiento son tangibles como la fiebre y el dolor de garganta. Y no te dejan ver. Y es que la soledad es como una niebla.
Y aquí me tienes, hablando de la importancia de orar; pero con miedo hacerlo porque  veces el Sr. Dios escucha. Y aquí me tienes, teorizando sobre lo importante que es mostrarse frágil y vulnerable; pero lleno de reservas y conteniendo el aliento para que nadie me descubra por dentro y me alumbre las sombras interiores. Y aquí me tienes, predicando sobre la compasión algún que otro domingo; pero sin mostrar compasión hacia mí mismo.
Lo contrario a la soledad es la compañía. Y lo más fácil es salir de donde estoy y buscar a otra gente. O esperar a que la niebla se disipe. O abandonar el valle donde vivo y subir a las montañas del Pirineo. Pero la conversión siempre es algo más que cambiar de geografia. No es sólo una mudanza. La conversión no es otra cosa que trocar el corazón.
¿Alguien tiene uno que le sobre?

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