Al paraíso nos acostumbramos pronto.

Los hombres y las mujeres que conozco tienen un poder de adaptación tremendo. Más que los anfibios. Sobre todo cuando las circunstancias van cambiando lentamente. Más los cambios radicales y prematuros les asustan. Les paralizan. A no ser que el cambio repentino sea pasar un fin de semana con los gastos pagados en Bora-Bora. Y es que al paraíso nos acostumbramos pronto. Y si no que le pregunten al padre Adán y a la madre Eva.
Como sucede con muchas de las palabras del castellano, el término adaptación proviene del latín. Y dentro de la mencionada lengua su origen reside en la palabra adaptare que es un verbo compuesto por dos partes. En primer lugar está el prefijo ad, que significa hacia, y en segundo lugar nos encontramos con el verbo aptare que vendría a traducirse como ajustar o equipar. Partiendo de esta explicación hay que subrayar que, por tal motivo, en el pasado el término adaptare se definía como ajustar una cosa a otra. Hoy en día significa lo mismo pero de una manera más pragmática.
El camuflaje, por ejemplo, es una adaptación evolutiva por parte de un organismo que toma un aspecto parecido al medio que le rodea, con la intención de pasar desapercibido para los posibles depredadores. Pero esto no ocurre solo en el reino animal. No. También los humanos hacemos uso del camuflage.
Y los cristianos lo sabemos y nos aprovechamos de él. Así que a nuestras iglesias las vestimos de baluarte para que inspiren respeto, para que impongan autoridad y para que emanen poder. Para que estén a tono con la cultura y los tiempos que vivimos. Pero la culpa no es nuestra, sino de ese Jesús que se puso a hablar sobre un reino que vendría. Una especie de paraíso. Y nosotros queremos estar en primera linea de playa.
Pero ese Jesús es todo lo contrario a la idea que albergamos de un rey. Y como no hemos podido coronarle hemos hecho de su iglesia una fortaleza. Una fortaleza donde no es fácil entrar y mucho menos quedarse.

Zaragoza, 2012



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