Amarás al gospel sobre todas las cosas.

Las dificultades llegán sin previo aviso. Son como algunos visitantes. No usan heraldos. A veces los cristianos sin iglesias llegan y tocan a la puerta de casa. Y les abro. Y lo primero que me dicen tras el respectivo saludo de cortesia es: no me gusta la iglesia y no me voy a hacer miembro de ninguna iglesia. Y entonces les invito a tomar un té negro aromatizado con cáscara de limón y enciendo una vela y dejo que el CD de Oslo Gospel Choir suene como si fueran los teloneros del día.
Para poder hablar con las personas que llegan con heridas, desde el pasado, producidas por una comunidad necesito abandonar mi ego. No mirarme mis cicatrices. Vivir el presente. Y no escuchar las voces que desde el ayer me dicen: me han hecho daño. Ya sé que los comienzos de una conversación nunca son fáciles. Pero a veces detrás de un cristiano sin iglesia encuentras a un amigo para siempre. A veces.
Hubo un tiempo que yo fui uno de ellos. Hubo un tiempo que de sólo pensar que tenía que acudir a una reunión con cristianos sufría mareos y el estómago me daba vueltas. Eran encuentros donde sobre la mesa se colocan junto a las Biblias los puñales. Y el final del día estaba cansado. Agotado. Como si hubiera estado luchando con titanes.
Lo contrario a la compañía es la soledad. Lo contrario a la comunidad es el aislamiento. Y nadie quiere ser una isla. Pero para poder formar parte de una comunidad necesitamos dejar atrás algunos recuerdos. Y algunas armas. Hay que atreverse a ver la luz entre tantas dificultades. Hay que intentar abandonar todas nuestras vestimentas y presentarnos tal como hemos venido al mundo. Desnudos. Tal como nos vió por primera vez el Sr. Dios. Y entonces podremos recordar la primera nana que nos canto.

                                                    ¡Amén, Amén, Amén
                                                           Amén, Amén!

Zaragoza, 2012

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