El lado bueno de las cosas.

El amor es generoso. Lo sé. Hoy se montó conmigo en el tranvía. Iba en un coche para bebés y abrigado con un gorro tejido con forma de oso. Le saqué la lengua y ella me ofreció su biberon mientras me enseñaba pequeños dientes. Su madre me ha mirado y me ha dicho: le gustan los chicos morenos. Yo me bajé del tranvia orgulloso de enamorar a alguien.
El amor es desprendido. También lo sé. Y esta es quizás la única diferencia medible entre una persona enamorada y otra desenamorada. Cuando dos personas se aman el desinterés se puede tocar en el aire. Y es que no hay nada tan dadivoso como el amor. Eso es el querer en esencia. Simplemente hay que dar. Por eso los enamorados están dando todo lo que posee. Besos. Caricias. Regalos. Biberones. La vida. Lo que haga falta.
Los que quieren desean, exclusivamente, que el otro pueda tener entre las manos todas esas cosas hermosas que ellos han estado atesorando durante los últimos años. Y si no lo comparten pues mueren. Y es que el enamoramiento exige reciprocidad. Y si la otra persona lo rechaza se sienten heridos. Como un samurai después de un combate en un bosque de bambú.
Pero el enamoramiento no dura para siempre. Si lo sabré yo. Las cosas cambian. Y nosotros con ellas. Nuestro ego, un día, comienza a apropiarse de nuestro cuerpo. El egoísmo es una especie de virus. Es el que desata los síntomas del desamor. Y el desamor es destructivo. Sólo exige. Sólo demanda. Nunca tiene nada que ofrecer entre las manos. Cada vez que solicitamos atención o requerimos importancia lo que estamos haciendo es reforzando nuestro ego. Nuestro desamor.
De aquí la importancia de ofrecer algo bueno cada día. No importa si es un extraño. No importa si lleva la cabeza cubierta por un gorro tejido con forma de oso. Hay que debilitar al desamor. Hay que ver el lado bueno de las cosas.

Zaragoza, 2013

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