Hay días que no terminan nunca.

Somos una manada rara. Hay que admitirlo. Entre nosotros equivocarse se considera una muestra de humanidad. No se señala con el dedo a quien comete un error. Más bien se le pregunta si ha aprendido algo y nos lo quiere enseñar al resto. Errar es parte de los derechos humanos para aquellos que vivimos en comunidad. Así que llevamos algunos años aceptando los fallos que van apareciendo entre nosotros sin hacer de ellos grandes acontecimientos. Preferimos celebrar los nacimientos, los matrimonios, los bautizos y las muertes.
Y es que a la manada cada cual llega tal como es. Cada uno es hijo de su padre y de su madre. Algunos son delgados y otros tienen sobrepeso. Algunos son altos y otros son como un hobbit. Algunos hablan hasta por los codos y a otros hay que sacarle las palabras con una cuchara. Somos una comunidad muy diversa. Pero nos tratamos como una familia.  Nadie puede elegir la familia donde nace. Tampoco el país. Pero si a que manada nos unimos. Elegir la comunidad es un acto de libertad. Por eso cuando alguien se acerca a donde estamos no le pedimos que declare su credo sino que nos acompañe durante el camino.
Hay días que no terminan nunca. Días en que la hojarasca o la nieve nos empañan la visión. Nos ensucian las vestiduras. Y no nos dejan pronunciar palabras. Los días en que sólo nos empeñamos en hablar de los errores ajenos, o los nuestros, son días de nunca acabar. Se hacen eternos. Por eso hemos introducido en nuestro reglamento interno una claúsula donde no se admite establecer conversaciones de más de diez minutos sobre nuestros disparates individuales.
Y es que hemos optado por dedicar más horas a conversar de cuestiones más prácticas, qué hacer para que todos crescan, a quién ayudar en los próximos días. Y es que nos gustan los días de veinte cuatro horas.

Zaragoza, 2012

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