Ya no me quedan mejillas que poner.

No soy un humano valiente. Algunas empresas me cuestan. Y a medida que cumplo años me vuelvo un tradicionalista. Me parezco mucho a mi padre, en eso de ser cauto, aunque no lo reconozco. Sin embargo la valentía se define como la capacidad de ir cruzando puertas sin mirar atrás. Y a mí, a veces, me da temor atravesar umbrales. Y es que no sé lo que me espera del otro lado. No sé quien me estará aguardando. O si me veré con la soledad frente a frente otra vez. Como si fuera una bestia acorralada. O sólo es la oscuridad la que habita allí y no hay un Hombre del Saco.
Pero puedo elegir. Por supuesto, que puedo seleccionar lo que hago. Puedo elegir, por ejemplo, no cruzar la puerta y quedarme donde estoy sin hacer nada; pero seguro y cómodo. Puedo cantar canciones para que todo el dolor del mundo no tome posesión de mí. O puedo, en última instancia, mantenerme en silencio y con la mente inmersa en la ignorancia hacer como si no pasara nada fuera de las paredes de mi casa. Como verás puedo optar. Soy un ser humano con mucha suerte. Todo un ciudadano de Occidente. Puedo comer en restaurantes de tres tenedores. Puedo leer Le monde diplomatique. Puedo viajar a Barcelona en una hora y cuarenta y cinco minutos en un tren de alta velocidad. Y pude dejar el trabajo que hacía porque de  no hacerlo me habría muerto.
Pero ser valiente implica también ser auténtico. Estar dispuesto a correr riesgos. A abrir los ojos. A que me causen heridas. Ser valiente me obliga a darme cuenta que ya no me quedan mejillas que poner. Y sospechar que algo tendré que hacer. Algo nuevo. Algo ético. Algo sí como decirle a la maldad: hasta aquí hemos llegado juntos. Ahora yo elijo otro camino. Y abro otra puerta. 

Jaca, 2012


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