La verdad duele.


Estoy escribiendo una carta de despedida
a una mujer que hace oraciones por mí
en las afueras de Stockholm.
Tiene la piel blanca,
pero no de cualquier tipo de blanco,
para nada,
sino de ese blanco crepuscular que a veces te da temor tocar
para que no se rompa,
para que no se ensucie.
Pero nadie es feliz con los temores
anidando en el pecho.
Tampoco se puede vivir de oraciones
como tampoco de puede vivir sólo de pan.

Ahora llega el momento de decirle adiós
de acabar la misiva,
de anunciarle a esa mujer que hace oraciones por mi
en las afueras de Stockholm
que no le escribiré más,
que esta es la última carta que le escribo y que echaré al río
como si fuera un servicio de correos.

Cuando el amor se acaba
es mejor anunciarlo con palabras,
publicarlo a los cuatro vientos
y no dejar que el silencio
se haga el dueño de los días.

La verdad duele,
ya lo sé:
pero la ignorancia
me extermina.


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