I love you.

Me gusta Shakespeare. Me gustan las mil maneras que tiene de decir te quiero cuando el amor se cruza en su camino. Pero también me gusta Shakespeare por otra cosa. Me gusta la sola manera que tiene de decir el amor se acaba cuando el desamor toca a su puerta.
Y es que el amor y el desamor nunca van separados. Pero yo sólo tengo ojos para el amor y su vestido rojo. Es como la alegría y la tristeza. Siempre atados. Siempre cerca la una de la otra. Por eso cuando desde Monrepós miro a las montañas que se avisoran en el horizonte coronadas con algo de nieve aún una inmensa alegría me toma por asalto y al mismo tiempo como lamento la ausencia de Edna y descubro que no está a mi lado para que las vea. Y es que mi hermana nunca ha visto la nieve.
Cuando el dolor me toma de la mano y no me quiere soltar, como un niño ante la oscuridad, quizás puedo descubrir el significado de tener amigos. Y es que la alegría, a veces, se oculta entre la tristeza y la tristeza, que no es menos que nadie, se disimula entre la alegria.
Cuando transcurren los días intentando eludir la tristeza y el desamor a cualquier precio, es muy probable que tampoco pueda percibir la alegría y el amor. Soy consiente de ello. Y digo más. A todos los montes que he subido lo he podido hacer porque la alegría y la tristeza iban de la mano a mi lado. Como mi iPod lleno de canciones que hablan del amor y del desamor. Como Shakespeare.

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