Todo es una sorpresa.

Los que hemos nacido rodeados de agua por los cuatro puntos cardinales sabemos que cada día nos tiene reservado una sorpresa. Y las sorpresas no son otra cosa que ese breve estado emocional resultado de un evento inesperado. Pueden ser neutrales, pueden ser agradables, pueden ser desagradable.
Con los años he aprendido a identificar los estados de sorpresa observando el rostro de las personas a las que invitaba a bailar cha-cha-cha. Generalmente las cejas se levantan y se hacen curvas. Los párpados se abren. El labio superior se levanta como queriendo decir algo y el inferior baja como haciendo amago de proferir un grito. Y al final, sólo al final, se muestran los dientes en una sonrisa tímida que dura segundos.
Pero hay algo que nadie dice sobre las sorpresas: solamente las personas que las esperan las pueden ver, las pueden escuchar, las pueden experimentar cuando se acercan y se asoman por las ventanas de nuestra casa.
A mí me prepararon para ser un buen hermano mayor. Me adiestrarón en el arte de ser un buen ciudadano. Pero nadie, y cuando digo nadie es nadie,  me alertó de que debía tener los ventanos del alma abiertos de par en par para recibir las sorpresas que cada día ofrece. Nadie me avisó de la tarea cotidiana de no mostar miedo ante lo desconocido, ante lo imprevisto, ante lo diferente. Nadie me dijo que vendrían días alegres y días tristes. Y es que todo es una sorpresa.
Ahora que el verano es innegable, cuando me levanto de la cama, lo primero que hago es abrir las puertas y las cristaleras de casa para dar la bienvenida a lo que está por venir. Y preparo una mesa con un mantel verde y preparo un té de Ceylan con limón para dar la acogida a los amigos y celebrar con ellos que estamos vivos.
Y cuando nadie me vé me quito la camisa y me abro el pecho para que entre el Sr. Dios. Y es que todo es una sorpresa.


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