El infiel que hay en mi.

Soy un desleal, pero esta es una nueva parte de mi vida que no conocía y  la cual debo aceptar como consiento los parásitos de la piel . En una parte de mí que recién descubro. Y como cualquier personaje de Juego de Tronos puedo ser muy irreverente. Así que cualquiera que me vea desde lejos pensará: ¡Que tio más frio1 ¡Seguro que es del norte!. Y tienen razón. No en lo del frio, sino en lo del norte. Pero la verdad es que no siempre quiero estar cerca de los amigos. Hay momentos que prefiero estar solo. Hay días que quiero estar camuflado. Sin cobertura. Pero no lo hago por iniquidad, sino por menester.
Mis días transcurren con muchas personas o con horas de una soledad abrumadora, con tiempos de muchas palabras y con silencios impenetrables, con lecturas que hacer, con artículos que redactar, con cartas pendientes, con llamadas prorrogadas, con minutos para cocinar, con períodos de sueño, con instantes para acariciar al gato, con momentos para regar el jardín, con un teclado delante esperando por la inspiración para la homilia dominical. Quizás todo esto es precisamente a lo que Sr. Dios me llamó un día y no a irme a una tierra lejana llena de salvajes para hablar con una Biblia de bordes dorados en la mano.
Pero hay una ocasión del día donde me oculto de todo. Yo le llamo la hora del eclipse. Es el tiempo donde el infiel que hay en mi hace su entrada en escena. Y me quedo quieto, como un lagarto al sol, esperando que el Sr. Dios diga algo. Nuevo. Sorprendente. Intímo. Y mascullo sin apenas mover los labios para que nadie más me escuche: ¿Estás ahi? Y espero. Y espero. Si alguien me vé pensará que estoy orando. Y tendrá razón. La espera es lo más parecido a la oración.

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