Atravesando la estepa de los Monegros

Los martes es un buen día para abrir el corazón. Así que lo abro.
Tengo que hacer dos confesiones. He de confesar, primero, que las personas que tienen una fe diferente a la mía me causan asombro. Léase asombro como sinónimo de temor. Y con ellos soy muy cuidadoso. Muy diplomático. Cuando estoy a su lado mido mis palabras con un cuentagotas y mantengo los oídos abiertos. Junto a ellos camino de puntillas,  como si alguien hubiese limpiado el suelo y yo no quisiera dejar marcas de pisadas. 
Pero también he de confesar, segundo, ya que estamos puestos, que el asombro no me paraliza sino que me hace caminar hacia los otros. Hacia los diferentes a mí. Hacia los que veo como una amenaza. Y esto no tiene nada que ver con el sentido común. Es más bien todo lo contrario. Es un acto de fe
Cerca de Zaragoza está la estepa. Los nativos le llaman el Desierto de los Monegros. Es una paraje seco, árido, deshidratado. Como mustio. La vegetación es rala y xerofítica. Es una de las zonas más despobladas de Aragonia. Así que atravesar la estepa de los Monegros es una cuestión de elección. Es una especie de alternativa personal. Una preferencia que te das el lujo de cumplir entre otras tantas y donde corres el riesgo de encontrarte con alguien que no viven la fe como tú y poderle saludar con una simple inclinación de cabeza y pedirle agua.
Cuando alguien que no conozco me ofrece agua deja de ser un extraño y yo dejo estar aislado. Entonces puedo hacer esa cosa anómala entre los cristianos de mi tiempo: dialogar. El dialogo es lo más parecido al crecimiento. Es todo lo contrario a la esclavitud de la pasión. Y Jesús lo sabía. Por eso entra a Samaria. Por eso se sienta junto al pozo. Por eso espera a la samaritana. Por eso le pide agua. Por eso abre su corazón.
Los martes son un buen día para abrir el corazón.


Comentarios