Estoy leyendo poemas en medio de la selva

No siempre fui pastor de dinosaurios. Antes fui botánico. Y es que todos tenemos un pasado. El botánico que vive en mí se niega a morir profesionalmente. Y cada vez que tiene una oportunidad sale del rincón donde lo confiné el día que salí de aquella isla. Y hace de las suyas. Pero con respeto. Con tolerancia. El botánico que fui tiene mucho más en común con la persona que yo era antes que con el hombre que ahora veo reflejado en el espejo cuando cada mañana me echo agua en la cara y digo: ¡Buenos días Espíritu Santo!. El botánico que vive en mí conoce el nombre latino de las mayoría de especies insulares y tropicales, y cada vez que puede, hace una peregrinación hasta la casa de Linneo en el sur de Suecia y allí inclina levemente la cabeza en señal de gratitud mientras agarra con fuerza unas hierbas silvestres.
A veces me siento culpable por hacer que este hombre, que comparte mi cuerpo, viva escuchando lecturas y debates de filosofía y teología todo el santo día. Así que cuando estoy en una ciudad que no es donde habitualmente respiro y duermo pregunto si hay un jardín botánico y si existe, allí me dirijo como quien quiere pagar una promesa. Como quien pretende liberarse de una culpa en un espacio abierto. Como quien quiere estar en paz consigo mismo.
Basilea tiene un jardín botánico. Pertenece a la Universidad de la ciudad. Está cerca de la Puerta de Spalentor. Tiene una interesante variedad de plantas. Pero ahora viene lo mejor. En Febrero yo estaba en Basilea. Y en una de esas mañanas grises y frías tomé un libro de poesía y me metí en la Casa Tropical del jardín botánico. Me quité el abrigo, el jersey y la camisa. Y así, en mangas de una camiseta inmaculadamente blanca me senté en medio de la selva mientras la humedad y el canto de los pájaros me tomaban por asalto y yo enmudecía.
Algunas personas no lo saben, pero no siempre fui pastor de dinosaurios. Antes fui botánico. Y hay días que le doy permiso al botánico que vive en mí para que salga al mundo exterior y respire. Y se olvide por unas horas de tanta trinchera ideológica, de tanta polémica, de tanta desesperanza, de tanta aclaración cotidiana para definir quienes son los amigos y quienes los enemigos. Eso si, le obligo a que lea poesía. Y es que en el fondo lo que quiero es que se salve. Porque tengo la certeza de que no son los dogmas ni las constituciones los que me salvaran a mi. No, a mi no me salvarán los dogmas. Ni las revoluciones. Ni los cambios en las estructuras sociales. ¿Qué cómo lo tengo tan claro? 
No te lo creerás, pero el botánico que vive en mi ya vivió esa utopía. Y salió sangrando de ella, Deshumanizado. Sin alma. Como salió al padre Adán del Edén. Llorando. Y no lo creerás pero la poesía es el mejor remedio para cuando un amor se acaba.

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