Los tatuajes del cristianismo

La tetería Leku-Ona estaba al comienzo de la calle Ametzagaña. A través de las cristalera se veían los libros que decoraban las paredes. Me gustan los lugares donde hay muchos libros. Son lugares donde me siento a salvo de la bárbaros y del ciudadano romano que habita en mí. Junto a la puerta había una extensa carta de tés. Y se anunciaban los mejores bizcochos de yogur y almendras del barrio. Y yo con la boca llena de saliva. Y es que en las mañanas de domingo tengo hambre. O quizás, es que me pongo nervioso y me da por comer. Así que entré sin muchas dudas.
Una mujer con los brazos llenos de tatuajes me dió los buenos días y me preguntó que deseaba. El té número uno con leche y azúcar-le dije sin pestañear. Para los que no lo sepan, el té número uno en Leku-Ona es nada más y nada menos que un té negro de Ceylán. Y un un pedazo de bizcocho de yogur y almendras- dije enseñándole los dientes.
Después el tiempo impuso su ritmo. Sus costumbres. Leer los titulares de la prensa de la mañana. Dar sorbos al té. Mirar hacia fuera. Echarle una mirada al reloj. Ver como lloviznaba tenuamente sobre San Sebastián. Otro sorbo de té. Comer el bizcocho en tres bocados y querer otro. No. Otro no, que el pantalón me va muy apretado. Volver a mirar el reloj. Cerrar el periódico. Levantarme de la mesa dispuesto a pagar. Abotonarme completamente la americana y enderezarme la pajarita. 
¿A dónde vas tan guapo y tan temprano?-me pregunta la dependienta mientras me devuelve el cambio. A la iglesia-le digo como si fuera el único destino posible en una mañana de domingo. Mi respuesta le sorprende. No le gusta. ¿En tu iglesia hay mujeres con tatuajes?-me pregunta en un tono bajo, como queriendo que nadie la escuche. Pero sospechando mi respuesta. No, no las hay-le digo con certeza y hasta con cierto orgullo. Y me despido con un ¡agur!
Ahora cuando subo por Ametzagaña en las mañana del domingo, lo primero que noto es que el Leku-Ona está cerrado. Definitivamente. Ya no se ven los libros en las paredes, ni la carta de té, ni el anuncio de los mejores bizcochos del barrio. Pero yo sigo teniendo hambre. Y me detengo frente a las cristaleras cubiertas con un papel marrón claro indicativo de que el negocio está cerrado y me digo en voz alta, para escucharme a mi mismo: me gustaría encontrarte, mujer con los brazos llenos de tatuaje, y decirte algunas cosas.
Decirle, por ejemplo, que en mi iglesia no hay mujeres con tatuajes visibles. Pero los hombres y mujeres cristianas que conozco los llevan impreso donde nadie los ve. Donde nadie los puede borrar. Y son tatuajes que hablan del cristianismo que vendrá. Son tatuajes que hablan de la gracia. Son tatuajes que le dirían al que los quiera leer: ¡Ongi etorri etxera!*

*Bienvenido a casa (euskera)


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