Todos tenemos heridas de guerra.

Cada mañana abro los ojos entre dos luces. Esta última expresión la escuché cuando era pequeño y describe ese único momento del alba cuando aun sobre el cielo brilla un lucero y en el horizonte más al este comienza a lucir el sol. Es un instante increíble. Donde la noche y el día coinciden. Entonces dentro de mí se inicia un proceso donde el alma poco a poco se va tornando actual. Donde el cuerpo comienza a enviarme señales de que sigo vivo. Me despierto definitivamente. Y lo hago sin que suene el reloj. Sin el sonido de un gallo. Y es que en Zaragoza no hay gallos que canten. 
La calle donde habito está silenciosa. Aquietada. Pero no puedo dormir más. Mi consejero espiritual dice que esta bien dormir ocho horas. Que está bien tomar una tisana antes de ponerte el pijama. Que es lo que tiene irse a la cama a las diez de la noche. Y si, he de confesar, que cuando mis amigos más cercanos se preparan la cena y se disponen a ver alguna tertulias políticas, yo me apresto a descansar.
Cuando la noche llega sin paliativos, porque siempre llega. Y nada podemos hacer. Y se instala en mi casa como un perfume ya no puedo hacer más por mí ni por Basil I, ni por Lihaón . Y es que a penas logro moverme cuando todo es oscuro en el cielo. 
Y cuando esto ocurre, sólo entonces me doy cuenta que me meto en la cama lleno de fangos, de laceraciones, de magulladuras y heridas mal curadas. He depositado la espada sobre la mesilla de noche. Y coloco la cabeza sobre la almohada. Y miro al techo blanquecino. Y hago una oración silente con los ojos cerrados y las manos juntas. Para que nadie me escuche. Para que nadie me vea.
Una especie de plegaria para que el siguiente día no sea como un campo de batalla. Para que no haya otra guerra. 

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