La comida son recuerdos

Casi nadie sospecha que nací en el campo. Y es que la mayoría de las personas adultas con que converso se guían por las apariencias. Y mi apariencia es la de un ciudadano de urbe y heterodoxo. Pero esos que se atreven a mirar por debajo del barniz que uso, los que me palpan por debajo de los trajes que llevo, se encuentran así de pronto con un tipo muy rural. Muy de provincia. Y hasta ortodoxo.
A los seis años los bonobos me resultaban más interesantes que los primos que vivían en La Habana. Eran días que simpatizaba más con Aquiles que con David y su honda. A los seis años descubrí que la mejor comida en la familia  se dejaba para el domingo en la tarde, asi como que la mejor ropa la guardábamos para ir al médico cuando uno estaba enfermo o para ir la iglesia. Y es que en aquella isla las tardes de domingo eran importantes. Apacibles. Familiares.
En el pueblo donde nací el atardecer llegaba proveniente de los campos de caña. Como una brisa suave que no te despeina. Una brisa que entraba por las ventanas de casa como si fuera una colonia. Mientras el sol se perdía en el horizonte en el fogón se hacía el arroz con frijoles inundados de comino, cilantro y laurel, la yuca hervía y la carne de cerdo se adobaba con ajo y pimienta. A los seis años creía que el olor a condimentos era una especie de perfume. El preferido por la abuela o la mamá. A los seis años se es muy crédulo.
Pero lo mejor de la comida del domingo eran los postres. La historia oficial dice que mi madre atesoraba los huevos, la leche y la mantequilla para hacer un dulce el domingo. Pero esto no es del todo cierto. Detrás de toda narración oficial suele haber una más cruda. Menos poética. Con los años supe que mi madre y mi padre renunciaban a sus huevos semanales para que el domingo hubiera un postre. Una panetela con sabor a canela horneada en una olla a presión, que es como en aquella isla se le llama a las ollas express. Una panetela que se ponía a enfriar en lo alto del aparador y desde donde su olor llegaba hasta la calle y subía al cielo. Y se perdía definitivamente allá lejos cuando la noche y los cocuyos llegaban.
Casi nadie sospecha que cuando me siento a la mesa de roble que hay en el centro de mi cocina las tardes de domingo lo hago como si fuera un ejercicio para no olvidar. Para no dejar de ser agradecido.

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