Carta de últimas voluntades

Siempre que salgo de viaje. Aunque sea a comprar un helado a Parque Grande. Dejo una carta con mis últimas voluntades por si no puedo regresar. Y es que creo que hay que facilitarle la tarea a los que se quedan. A los que se enfrentaran con nuestras posesiones y recuerdos, con un nudo en la garganta.

La carta comienza definiendo que hacer con Basil I, el austero y con Liahón, el pequeño. En ella aclaro a quien entregarlos y que marca de yogourt griego darle el día de sus cumpleaños. Explico como acariciarle las cabezas cuando truena para que se apaciguen. Y con que frecuencia lavarle la manta sobre la que duermen hechos unos ovillos entre otras cosas.  

Después paso a las cosas que no tienen alma. Voy nombrando los objetos que he ido atesorando en los últimos veinte años y nombro con apellidos quien los ha de poseer. Esto lo clarifico para evitar malos entendidos o trifulcas. 

Al final, y sólo al final, hago una especie de acción de gracias por las personas que me hubiese gustado abrazar cálidamente. Por las que me han sostenido. Por las que me han levantado de la cuneta y me limpiaron las heridas con vino y aceite.  Por las que debí decir: ¡Gracias por el fuego!

Una última cosa. Con las cenizas no hay que hacerse lío. Pueden ser esparcidas con alegría en el riachuelo que baja de San Juan de la Peña. En el río llegaran al mar. Y en cuestión de meses llegaran a aquella isla.

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