El niño mormón

Koko se despertó cuando el sol entraba por la ventana y le daba en la cara. Sus hermanos mayores habían abandonado la habitación. Se estiró como un gato después de muchos días de invernación y se vistió con el short sin cinturón pero con tirantes. Pasó por la cocina tomó un pedazo de pan embarrado en mermelada de guayaba y salió al patio. Era sábado y sus hermanos estaban ayudando en la vaqueria. Asi que tendría el día para mataperrear, que es como se dice perder el tiempo en aquella isla.
Cruzó frente al caserón de Violeta, escondidos por las arecas. De algunas cocinas del vecindario salía ese olor de comino y de cilantro recien cortado. Las mujeres cocinaban frijoles negros. Y este aroma se esparcia por la calle como un perfume. Inundandólo todo. Metió la mano en el bolsillo posterior derecho para asegurarse que el tirapiedras seguía allí junto a la cuchilla. Seguían. Entro por el camino lateral de la casa de Antonia, saludó a Enrique de limpiaba las cantinas de la leche. El olor a vaca e hierbas fermentadas le llegó como un golpe familiar. Se encaminó al lindero que separa el campo de caña de las plantaciones de yuca.
Koko tenia nueve años. Y a los nueve años no se tienen muchas aspiraciones. Pero Koko tenia una: le gustaría hacer un viaje largo hacia el oeste, donde hubieran indios que asaltaran las caravanas, donde se pasara hambre y sed. Pero al final estaba la tierra de leche y miel. Sus hermanos Jorge, Isel, Armando, Gladys y Ada se reían de él y le habían bautizado como mormón. En el colegio se aburría como una ostra en el mar Caribe asi que soñaba con los ojos abiertos. Los padres le dedicaban poco tiempo dado que había que traer dinero a casa. Asi que se creaba su propio mundo. Los domingos eran el único día que todos se reunián para ir a la iglesia presbiteriana del pueblo y había de postre panetela con almibar.. Era el día de poner los pies sobre la tierra. Pero eso sería mañana. No hoy.
Koko entro al cañaveral como quien entra a su casa. Con desfachatez y dando con una vara de guasima a diestra y siniestra. Buscaba unas cañas gordas. Esas ya tenian el zumo bien azucarado. Se sentó y comenzó a comer.
Al principio fue como una sensación dulce. Despúes llegó el sueño. No podía mantener los ojos abiertos. Se recostó sobre el bagazo y durmío. Se había emborrachado.
A las  cuatro de la tarde lo despertó el griterio. ¡KOKO, KOKO, KOKO! Le llamaban. Pero si sólo había salido hacia un rato de casa. Salió al trillo dando tropezones y rasgandose la cara con las hojas de la caña. Sentia que la cabeza le daba vueltas. Gerardo lo cogío en brazos y lo llevó corriendo a casa de Antonia. Creía que un majá le había mordido.
Lo primero que hizo su madre fue abofetearle. Despúes se seco las lágrimas y le limpió la cara de sangre y guarapo mezclado con un trapo que olía a cloro. Su padre le miró y él bajó la cabeza. Armando se lo echó al hombro como si fuera un fardo de tabaco. Caminaron a casa entre las palabras de alegría  de los vecinos.
En la actualidad Koko sigue bebiendo guarapo de caña. Pero ahora lo hace en el portal de su casa sentado en un sillón de aluminio. Sigue viviendo en el mismo barrio. Sigue iendo a la misma iglesia. Nunca salió de aquella isla. Nunca ha visto a un indio. Su hijo fué el que hizo el viaje, pero no al oeste sino al norte. A la frontera de los Pirineos. Pero esa es otra historia.


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