La hierba es más verde del otro lado del Ebro.

Algunos humanos sospechan que para poder comenzar una vida de fe en Jesús han de abandonar su vida actual. Que han de dejar de hacer el trabajo que hacen cada día. Que han de enfrentar a la familia que les inculcó ciertas tradiciones religiosas como si fueran el enemigo. Que han de abandonar la comunidad a la cual pertenecen para resolver sus conflictos. Que han de hacer un viaje o una especie de retiro alejados de la sociedad y de sus raíces más personales. Que han de caminar por un camino nuevo. Y quizás algunos tengan razón.
Pero hay un peligro en intentar cambiar nuestras circunstancias y no cambiar nuestra manera de pensar. La conversión no es algo que priorice los cambios externos sobre los internos. Más bien es el momento cuando estamos dispuestos a superar nuestras problemas desde la realidad que vivimos.
Pero lo fácil siempre está llamando a nuestras puertas. Por eso preferimos llevar flores a una imagen de María que decirle al Cristo: ¿Qué quieres que haga? Por eso nos inclinamos más a considerar la casa de la otra persona como el hogar más feliz que el nuestro; a ver la pareja de los demás más perfecta que la nuestra; a desear los padres de los otros chicos como padres nuestros; a ver otro país como el lugar ideal para vivir. Pero los ideales no existen, no son tangibles. Son parte de nuestras utopías.
Ahora sé que todos estamos rotos y con cicatrices. Somos portadores de deficiencias y de méritos. Todas las personas que conozco han hecho alguna cosa buena en su vida y también han cometido errores. Y es que nos parecemos demasiado al padre Adán y a la madre Eva.
Los que tienen fe no esperan las condiciones ideales. Por la sencilla razón de que estás nunca se anuncian. Las personas de fe empiezan a cambiar el mundo desde su lugar, aunque del otro lado del río la hierba sea más verde.

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