Soy adicto.

Me llamo Gil y soy adicto. Pero nadie lo sabe.
Todo comenzó con una sensación rara. Era Junio. Primero fue como si un insecto me camina por la espalda desnuda. Y diera vueltas y vueltas sobre el musculo dorsal derecho sin marearse. Después tuve la percepción de tener la piel quemada por el sol y la camisa al rozarme me causaba una molestia. Así fue durante unos días. Con las semanas fue un dolor naciente. Lento. Tenue. Esporádico. Zonal. Creciente. 
Al mes se manifestó con toda su naturaleza. Con toda su fuerza. Con todo su desgarro. Como si alguien estuviera rompiendo un cascarón para salir fuera. Y pensé que me había hecho daño con las pesas. Ya sabes, siempre buscamos un chivo expiatorio. Un culpable. Alguien que evite que digamos: Por mi culpa. Solo por mi culpa. Así que las pesas fueron arrinconadas. Y es que a las pesas no le podemos pasar un cuchillo por el cuello y verter su sangre sobre el altar.
Pero el dolor se hizo adulto. Todo crece en esta vida. Incluso el sufrimiento. Pero no todos los crecimientos son buenos. Algunos son dolorosos. Y me despertaba en mitad de la noche y me ofrecía un vaso de leche caliente endulzado con miel del Pirineo y una aspirina. Y me quedaba a escuchar la música de Dinah Washington con audífonos para no molestar a la vecina. Y me acurrucaba en el sofá y tatareaba las canciones como si fuera una plegaria. Una oración para que el dolor se fuera. Y me decía a mí mismo: Quiero dormir, quiero dormir, por favor!
Al mes acudí al médico. Sentarse era doloroso. Estar de pie una tortura. Acostarse un suplicio. Pero los hombres somos medrosos. Sabemos leer mapas pero nos cuesta ir al médico. El diagnostico: una contractura localizada. El medicamento: un antinflamatorio y más aspirina. El doctor me dijo que el dolor de espaldas es muy común en las personas que envejecen. Y supe entonces que me estaba haciendo viejo. Pero también me dijo que mi cuerpo hace señales a veces para que me detenga. Para que respire y mire al mundo. Para que no intente ser tan productivo ni tan eficiente. Y que me debo detener cuando las señales llegan. Y que el dolor es una señal clara. Y que si estoy estresado. Y que si sufro ansiedad. Y yo queriendo que el dolor me abandonara como esos amores cobardes que no llegan a historias ni a nada.
En todos estos años he estado escondiendo los dolores. Posponiéndolos. Haciéndoles no visibles. Pero siempre acaban por salir a la luz. Por presentarse sin cita previa. Por mostrarse tal como son. Y llega la sanidad en forma de medicina no tradicional. Y  me dejo que me acuesten en una camilla de la clínica Homeobest y me den secciones de electroestimulación en la espalda y es entonces cuando veo la zarza ardiente que no se consume a mi lado y me quito los zapatos porque creo que la tierra que piso es sagrada.
Ser escuchados y cuidados es bueno. Todos los sabemos. Pero si también te ofrecen masajes y electroestimulación entonces es como encontrarte con Dios. Cuando Dios se hace presente los dolores se van. Las penas emigran. Y entonces te puedes dar el lujo de responder a la pregunta: ¿Quién soy yo?
Y aquí me tienes, acostado boca abajo, con las placas de electroestimulación adosadas al dorsal derecho y vibrando, con un foco rojo calentándome, la luz apagada de la habitación y escuchando como en el hilo musical canta Malú Como una flor. Podría decir que estoy feliz. Podría. Pero no lo diré. Hay cosas que es mejor demostrarlas. Y la felicidad como el amor han de ser hechas públicas. Además en cinco minutos más
la máquina de electroestimulación se detendrá y volverá la enfermera y encenderá la luz y me quitará la lampara de calor. Y es que la felicidad dura poco. A veces diez minutos. Diez minutos de electroestimulación.
Y saldré a la calle. y si alguien me pregunta quién soy, diré sin morderme la lengua: Me llamo Gil y soy adicto a la electroestimulación.

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