Hay cosas que los dinosaurios no saben de mí. Así que comenzaré por el principio.
La
primera vez que vi a Zaragoza, la vi desde lejos. Era como una visión,
de esas que te poseen cuando a las doce de la medianoche le das unas vueltas a
una ceiba
mientras canta una lechuza. Yo venía desde la capital del Reino. Era
julio. Uno de los últimos días de julio y delante de mí apareció de
pronto el valle del Ebro sin avisar. El sol rajaba las piedras. Y allá
abajo estaba la ciudad cubierta por una niebla y algunas torres de un
ocre enfermizo que trataban de tocar las nubes.
A mi me gustan las
ciudades que se adormecen a la orilla de un río. Zaragoza me gustó.
Definitivamente no tenía mar; pero tenía un río.
Pretendí entrar a
la ciudad por el este, como lo hicieron los franceses, pero ya Uds.
saben que no podemos hacer siempre lo que deseamos. Yo buscaba una
ciudad para vivir y allí había una. Yo buscaba un lugar para decir mió,
un lugar donde poner una hamaca, un lugar donde sembrar un árbol de
mango, un lugar donde pudiera mojarme la cabeza cuando estuviese
achicharrado por el cansancio y refrescar los pies después de una
jornada que te seca el corazón. Y aquella ciudad escondida por la niebla
podría ser la dueña del lugar.
No sé si esta ciudad será mía, no
sé si podré colgar una hamaca entre dos árboles, no sé si un mango
crecerá en este clima tan arduo, no sé si el agua del Ebro me bautizará y
si podré mantener el corazón intacto; pero lo intentaré.
Lo prometo.
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