Los tatuajes de mi fe

No siempre he podido hacer una limonada cuando la vida me ofrece limones. A veces, no he podido hacer nada. Asi que me he quedado con ellos en las manos. Sosteniéndoles. Como quien hace un acto de penitencia y lo muestra a los cuatro vientos. Con la esperanza de recibir perdón.
Hoy he estado mirando algunas fotos que atesoro. Creo que son las últimas fotografias que imprimí. En una de ellas estoy con Cecilia y a su hermano Igor. Entonces erámos miembros de una congregación en el norte de Stockholm. Ellos eran  jóvenes y habián nacido en Suecia, pero los domingos hablaban en castellano en la iglesia. También yo era jovén. Y era pastor de una comunidad hispana. Y estaba lleno de entusiasmo. Y creía que al Sr. Dios había que defenderlo.
Un domingo, después de la celebración, Cecilia se me acercó con cuidado y me preguntó: ¿Pastor, está bien que los cristianos lleven tatuajes? La cuestión era que Igor había llegado a casa con unos tatuaje en su brazo la semana anterior y su hermana estaba preocupada. Yo no me lo pensé dos veces. Abrí la boca y le recordé a Levíticos 19:28 y a Deuteronomio 14:2. Igor estaba condenado y excluido. Lo decía la Ley. Su hermana se fué triste. Quería a su hermano menor.
Después que me trasladé a España no he sabido más de Cecilia e Igor. Pero he estado con el dolor de haber enjuicido a ese muchacho por muchos años. Era un dolor innecesario. Inútil. La sana doctrina me decía que no tenía porque sentirme mal, pero la realidad es que me sentía culpable. Enjuiciar a los que no son como nosotros nos causan laceraciones profundas. A veces esas heridas son visibles. Otras no.  
Quizás todo este malestar tenga que ver con la acción de ocupar el rol que sólo le corresponde al Sr. Dios. Y es que los hombres y las mujeres somos muy dados a enjuiciar, a calificar, a dictaminar. Pero esto no nos ha hecho mejores ciudadanos. No nos ha hecho mejores creyentes.
Pero esto no es todo. Hay más. En uno de mis viajes a Cuba, después de abrazar a mi única sobrina, ví que en su brazo tenía un tatuaje.  En su piel estaba impresa una pluma de ave escasamente azulada.Y me mordí la lengua rabiosamente. Y evité ser el Sr. Dios.
Ahora sé que vivir con culpas no me hace bien. Es como andar con una enfermedad sobre los hombros. Una enfermedad que pesa demasiado. Una dolencia que me quita las ganas de seguir respirando.
Asi que para no olvidar que soy llamado a propiciar encuentros y no desencuentros me he tatuado cinco círculos negros en mi brazo derecho. Son una especie de confesión de fe. Una muestra externa de mi penitencia. Una señal de  mi arrepentimiendo. Una marca de mi deseo de ser perdonado. Son los tatuajes de mi fe.
No siempre he podido hacer limonada con los limones que la vida me ofrece. Pero he plantado algunas semillas de limón en las afueras de Zaragoza.





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