Una de las primeras cosas que
aprendemos al hablar es a preguntar. Primero aprendemos a gritar y después a
preguntar. Pero a medida que abandonamos la infancia y la juventud dejamos de
hacer preguntas. Al menos la mayoría de los hombres y las mujeres. Y no es que
nos falte la curiosidad. No, no se trata de eso, sino que lo dejamos de hacer por
pragmatismo. Y es que a veces las respuestas que vamos a recibir tienen el
mismo efecto que las cebollas que cortamos: nos hacen llorar.
La primera pregunta que le hace
un niño a otro cuando se encuentran por primera vez es: ¿Cómo te llamas?
Y este cómo te llamas no es otra
cosa que un intento por saber quién es el otro. Con los años esta
pregunta ya no es tan importante. Y es que otras son las preguntas que hacemos
cuando intentamos conocer a alguien en un encuentro cercano. ¿A qué te dedicas?
¿Qué dice la gente de ti? ¿Qué cosas tienes?
Pero estas preguntas son
endebles. Vulnerables. En realidad no dicen mucho de nuestra identidad. Y es
que lo que somos no tiene nada que ver con nuestros éxitos o con nuestros
fracasos profesionales. Tampoco está relacionada con las buenas o las malas
opiniones que otros albergan de nosotros. Y menos aún, está vinculada a lo que
atesoramos en nuestras casas o que nos falta en ellas.
En las Escrituras podemos leer
que Jesús atraviesa todo su país, de norte a sur, y tiene que responder
constantemente a este tipo de pregunta. A veces se las hacen los amigos y otras
los enemigos. Pero estas preguntas son
siempre posteriores a lo que aconteció en la orilla del Jordán, después de ser
bautizado, después de oír la voz del Sr. Dios. Después de haber estado en el
desierto.
Sólo cuando hemos escuchado la
voz del Sr. Dios es que podemos ir a cualquier sitio y enfrentar a todo tipo de
preguntas. Aun a esas que nos hacen heridas como los espinos que se enredan al
andar por los caminos.
¿Qué quién es Jesús? La
ortodoxia nos dice que es la Palabra de Dios y podríamos estar satisfechos con
esta respuesta. Pero no, aquí y ahora podemos decir más cosas, podemos decir
por ejemplo que Jesús es el que nos anuncia nuestra verdadera identidad. Y es
que no somos lo que hacemos. No somos lo que los demás piensan de nosotros. No
somos lo que tenemos. Somos los hombres y mujeres amados por el Padre. Somos
hijos. Y el Sr. Dios lo sabe.
Comentarios
Publicar un comentario