Salir de nuestra soledad


Cuando era niño visitaba a los parientes que vivían en el campo y que usaban ceniza para lavar la ropa de cama. Después las colgaban bajo el sol del trópico a secar.  Esos tejidos quedaban blancos como la nieve y con olor a limpio.
Algo parecido pasa con nuestras angustias, hay que sacarlas del sitio donde las escondemos y compartirlas con alguien. Hay que sacarlas a la luz. Generalmente se nos ha enseñado a esconder nuestras inquietudes y dudas. Nuestros temores. Y lo escondemos de todos, incluso de las personas que nos quieren. Y las escondemos durante muchos años. Quizás gran parte de nuestras soledades tienen su origen en este acto de encubrir quienes somos. De disimular nuestra hambre. De silenciar nuestra sed. Esta estrategia la aprendemos cuando somos niños y aun de adultos la seguimos poniendo en práctica, Pero esta actitud no guarda ninguna relación ni con la madurez emocional ni espiritual que se espera de los hombres y mujeres con fe.
Jesús propone romper este aislamiento. Propone a los discípulos que crezcan en sus emociones y que crezcan espiritualmente. Propone que se sienten a la mesa y levanten la copa aún con las heridas que producen los espinos del camino a flor de piel. Propone que busquen una compañía adecuada para pronunciar palabras de desahogo. Pero nos dice más. Nos dice que cuando otras personas, no nos puedan escuchar o no nos quieran oír, entonces entremos en nuestra habitación, cerremos la puerta y hablemos al Sr. Dios.
Si, ya sé que salir de nuestra soledad es una ardua labor. Es como subir corriendo la Peña de Oroel. Nos cuesta. Nos duele. Pero también soy consciente que seguir intentando resolver nosotros solos nuestros problemas no es la solución. Al menos si formamos parte de una comunidad cristiana. Antes de salir al mundo, somos enviados los unos a los otros. Y somos enviados para recomponernos, para levantarnos, para sanarnos. Así que no sólo somos llamados a edificar y consolar al prójimo, también somos llamados a dejar que el prójimo nos edifique y nos consuele a nosotros.
La mesa donde hay pan y vino el primer domingo de cada mes ahora tiene un nuevo significado para nosotros. Ya no sólo es la mesa donde Jesús ofrece la alegría a los demás, sino que es la mesa donde también nos ofrece alegría a nosotros mismos. Nosotros creemos que El es el pan y El es el vino.

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