La fe es todo lo contrario al miedo


El miedo no nos deja subir a las montañas. Pero si permanecemos en el valle no podremos ver como las cumbres de los Pirineos arar las nubes. El miedo nos musita al oído que nos quedemos en casa, que permanezcamos en el mismo sitio donde nacimos, que no pongamos nuestros ojos en el horizonte, que evitemos las despedidas, porque las despedidas duelen. Si, el miedo nos dice muchas cosas. Algunos de nosotros escucharemos esa voz y mostraremos obediencia y otros nos daremos permiso pasa desobedecer.
El miedo causa mucha tristeza. El Sr. Dios lo sabe. Por eso invita al padre Adán y a la madre Eva a que salgan de dónde están escondidos. Por ello le pide a Moisés que retorne a Egipto. Por ello  exhorta a Nehemías a reconstruir la ciudad de Jerusalén. El Sr. Dios sabe que no podemos quedarnos con el miedo entre las manos para siempre, que no podemos hacer de él un refugio, que no podemos erigir con él una muralla. Que va llegar el día que tendremos que remangarnos las manos de la camisa y reconstruir, que habrá momentos que tendremos que enfrentar la tempestad, que saldremos fuera de nuestra zona de confort para levantar las manos al cielo.
El Jesús que encontramos en los evangelios no práctica el miedo. Hace uso de la fe. Y es que la fe es todo lo contrario al miedo. El miedo nos pide mirar con los ojos. La fe sin embargo es un ejercicio del corazón. Jesús mira con el corazón a sus discípulos. Y cuando se despide de ellos los consuela. Si a Jesús le faltase un epíteto nosotros tendríamos que llamarle el Señor del Consuelo. Jesús sabe cuanto nos cuesta decirles adiós a los que amamos, sabe de nuestros apegos, sabe nuestra fragilidad frente a la crisis, sabe de nuestra tendencia a vivir con un nudo en la garganta y como un líquido salado corriendo por nuestras mejillas buscando la tierra. Al miedo de los discípulos Jesús enfrenta el consuelo.
Un discípulo es alguien que está dispuesto a aprender. Un discípulo es  alguien que está dispuesto a seguir por el camino a pesar de las zarzas y del polvo. Tú y yo somos discípulos. Y para ti y para mí hay consuelo. A ti y a mi el Dios sin rostro nos secará las lágrimas y nos calentará el corazón mientras comemos pan. A ti y a mí.






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