El Señor de Todos los Vientos

Algunos de nosotros podemos dormir cuando la tempestad se avizora en el horizonte. Otros no  pueden. Algunos de nosotros podemos pedir ayuda cuando el agua amenaza con arrastrarnos. Otros no lo hacen. Algunos de nosotros compartimos nuestros miedos y los exponemos a nuestros amigos. Otros nunca lo harán.

Reconocer nuestros temores no es una muestra de conformidad como algunos tienen por costumbre, sino que se convierte en el primer paso para compartirlos con quien tiene la capacidad de recibirlos. Y es que llegan días donde no nos queda más remedio que sacarlos de donde los hemos tenido enterrados produciendo preocupaciones e infelicidad. Atesorar miedos no nos hecho mejores personas. Disfrazarlos de precaución tampoco.

Los discípulos somos asustadizos. Lo que no comprendemos nos causa miedo. Lo que no controlamos también. Esto es algo que aprendemos desde que somos niños. Y después de adultos lo seguimos practicando. Cuando el espanto nos toma por asalto corremos a donde está el Maestro. Porque albergamos la sospecha que El nos esconderá. Nos librará. Pero no es lo mismo tener sospechas que tener fe.

Jesús sabe que con miedos no podremos ir lejos. No podremos llegar a la otra orilla del lago. Los miedos nos aíslan. Nos hacen estar pendiente de nuestros propios ombligos. Por ello, Jesús pide fe. La fe nos saca del aislamiento. Nos proporciona una familia en la cual apoyarnos y a la cual sostener. La fe es la que nos conduce a tierra firme aun cuando las olas nos la impidan ver. Es la fe la que nos hace enfrentar nuestros temores. Sacarlos a la luz. Es la fe la que nos hace ver que la mayoría de las veces no podemos nosotros mismos resolver nuestros problemas solos.

Para muchas personas Jesús es un desconocido. Para los discípulos es el Señor de Todos los Vientos.

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