Algunas apreciaciones para los aspirantes al ministerio pastoral

 

Algunas personas son llamadas a desempeñar el oficio de pastor. Otras no lo son. Yo, por ejemplo, no recibí tal encargo como una herencia. Y es que no vengo de una de esas familias que debía ofrecer un pastor a su pueblo como si se tratara de  un chivo expiatorio que aplacara un azote. Yo pude elegir que hacer con la voz que resonaba en mi cabeza y que estremecía al corazón. Y lo puede elegir allá lejos y hace tiempo.

Por lo tanto no puedo decir, como algunos tienen por estilo, que escuché un llamamiento un día determinado, a una hora puntual; porque no es así. Mi convocatoria más bien fue una sucesión de acontecimientos personales, una especie de evolución cotidiana. Un proceso que ya dura muchos años. Eso si, con sus días buenos y sus días malos. Con sus cimas y sus simas.

Y es que esto de ser pastor es lo más parecido a una travesía donde te encuentras con las compañías más cálidas y con las soledades más despiadadas en pocas horas. Donde se está a merced de los vientos alisios y de todos los cierzos sin salir de una misma geografía. Y no es que sea endeble o falible en cuestiones de fe, que lo soy. Tampoco se trata de que ya no recuerde la voz del Sr. Dios, no, esta no es la cuestión.  El problema es que he seguido siendo muy humano, con dos oídos, uno para escuchar al Sr. Dios y el otro al mundo. Y  con una sola boca. Una sola.

Y me he encontrado que cuando el contexto se me ha hecho áspero, como esas rocas que se enfrentan a las mareas, no ha sido suficiente con los buenos deseos, ni con las buenas intenciones, ni con los recuerdos, ni con las confesiones de fe que atesoro del pasado.

También sé que es muy cómodo interpretar las Escrituras cuando la mar está en calma y cuando el rebaño no muerde. Pero, es ahora, y no antes, que estoy descubriendo que cuando más espinos se me  han enredado  por el camino, más audible se me hace la voz que me llamó por mi nombre y que me envió a un país de bárbaros a dar buenas noticias.

Así, que ya no me lamento, como hacía antes. Los lamentos pocas veces curan las heridas. Ni aparento que me echo cenizas sobre la cabeza en señal de duelo. Las apariencias suelen engañar. Ahora, sencillamente guardo silencio y permito que se vaya lejos la tristeza. Y entonces entono una canción de gratitud a la sombra de un árbol

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